jueves, 3 de abril de 2008
Mt 13, 44-52 Así sucederá al fin del mundo
(Mt 13, 44-52) Así sucederá al fin del mundo
[44] El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo. [45] El Reino de los Cielos se parece también a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; [46] y al encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró. [47] El Reino de los Cielos se parece también a una red que se echa al mar y recoge toda clase de peces. [48] Cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla y, sentándose, recogen lo bueno en canastas y tiran lo que no sirve. [49] Así sucederá al fin del mundo: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos, [50] para arrojarlos en el horno ardiente. Allí habrá llanto y rechinar de dientes. [51] ¿Comprendieron todo esto?». «Sí», le respondieron. [52] Entonces agregó: «Todo escriba convertido en discípulo del Reino de los Cielos se parece a un dueño de casa que saca de sus reservas lo nuevo y lo viejo».
(C.I.C 1720) El Nuevo Testamento utiliza varias expresiones para caracterizar la bienaventuranza a la que Dios llama al hombre: la llegada del Reino de Dios (cf. Mt 4, 17); la visión de Dios: “Dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5,8; cf. 1Jn 3, 2; 1Co 13, 12); la entrada en el gozo del Señor (cf. Mt 25, 21. 23); la entrada en el Descanso de Dios (Hb 4, 7-11): “Allí descansaremos y veremos; veremos y nos amaremos; amaremos y alabaremos. He aquí lo que acontecerá al fin sin fin. ¿Y qué otro fin tenemos, sino llegar al Reino que no tendrá fin? (San Agustín, De civitate Dei, 22, 30: PL 41, 804). (C.I.C 1721) Porque Dios nos ha puesto en el mundo para conocerle, servirle y amarle, y así ir al cielo. La bienaventuranza nos hace participar de la naturaleza divina (2P 1, 4) y de la Vida eterna (cf. Jn 17, 3). Con ella, el hombre entra en la gloria de Cristo (cf. Rm 8, 18) y en el gozo de la vida trinitaria. (C.I.C 1722) Semejante bienaventuranza supera la inteligencia y las solas fuerzas humanas. Es fruto del don gratuito de Dios. Por eso la llamamos sobrenatural, así como también llamamos sobrenatural la gracia que dispone al hombre a entrar en el gozo divino. “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”. Ciertamente, según su grandeza y su inexpresable gloria, ‘nadie verá a Dios y seguirá viviendo’, porque el Padre es inasequible; pero su amor, su bondad hacia los hombres y su omnipotencia llegan hasta conceder a los que lo aman el privilegio de ver a Dios [...] ‘porque lo que es imposible para los hombres es posible para Dios’”. (S. Ireneo de Lyon, Adverus haereses, 4, 20, 5). (C.I.C 1035) La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, "el fuego eterno" (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; Pablo VI, Sollemnis Professio fidei, 12). La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.
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