miércoles, 2 de abril de 2008
Mt 13, 24-30 ¿Cómo es que ahora hay cizaña en él?
(Mt 13, 24-30) ¿Cómo es que ahora hay cizaña en él?
[24] Y les propuso otra parábola: «El Reino de los Cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; [25] pero mientras todos dormían vino su enemigo, sembró cizaña en medio del trigo y se fue. [26] Cuando creció el trigo y aparecieron las espigas, también apareció la cizaña. [27] Los peones fueron a ver entonces al propietario y le dijeron: “Señor, ¿no habías sembrado buena semilla en tu campo? ¿Cómo es que ahora hay cizaña en él?”. [28] Él les respondió: “Esto lo ha hecho algún enemigo”. Los peones replicaron: “¿Quieres que vayamos a ?”. [29] “No, les dijo el dueño, porque al arrancar la cizaña, corren el peligro de arrancar también el trigo. [30] Dejen que crezcan juntos hasta la cosecha, y entonces diré a los cosechadores: Arranquen primero la cizaña y átenla en manojos para quemarla, y luego recojan el trigo en mi granero”».
(C.I.C 827) "Mientras que Cristo, santo, inocente, sin mancha, no conoció el pecado, sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo, la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación y busca sin cesar la conversión y la renovación" (Lumen gentium, 8; cf. Unitatis redintegratio, 3; 6). Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse pecadores (cf. 1Jn 1, 8-10). En todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada con la buena semilla del Evangelio hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 13, 24-30). La Iglesia, pues, congrega a pecadores alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero aún en vías de santificación: La Iglesia “es, pues, santa aunque abarque en su seno pecadores; porque ella no goza de otra vida que de la vida de la gracia; sus miembros, ciertamente, si se alimentan de esta vida se santifican; si se apartan de ella, contraen pecados y manchas del alma, que impiden que la santidad de ella se difunda radiante. Por lo que se aflige y hace penitencia por aquellos pecados, teniendo poder de librar de ellos a sus hijos por la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 19).
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