lunes, 28 de abril de 2008
27, 1-10 He pecado, entregando sangre inocente
Mateo 27
(27, 1-10) He pecado, entregando sangre inocente[1] Cuando amaneció, todos los sumos sacerdotes y ancianos del pueblo deliberaron sobre la manera de hacer ejecutar a Jesús. [2] Después de haberlo atado, lo llevaron ante Pilato, el gobernador, y se lo entregaron. [3] Judas, el que lo entregó, viendo que Jesús había sido condenado, lleno de remordimiento, devolvió las treinta monedas de plata a los sumos sacerdotes y a los ancianos, [4] diciendo: «He pecado, entregando sangre inocente». Ellos respondieron: «¿Qué nos importa? Es asunto tuyo». [5] Entonces él, arrojando las monedas en el Templo, salió y se ahorcó. [6] Los sumos sacerdotes, juntando el dinero, dijeron: «No está permitido ponerlo en el tesoro, porque es precio de sangre». [7] Después de deliberar, compraron con él un campo, llamado «del alfarero», para sepultar a los extranjeros. [8] Por esta razón se lo llama hasta el día de hoy «Campo de sangre». [9] Así se cumplió lo anunciado por el profeta Jeremías: Y ellos recogieron las treinta monedas de plata, cantidad en que fue tasado aquel a quien pusieron precio los israelitas. [10] Con el dinero se compró el «Campo del alfarero», como el Señor me lo había ordenado.
(C.I.C 2094) Se puede pecar de diversas maneras contra el amor de Dios. La indiferencia descuida o rechaza la consideración de la caridad divina; desprecia su acción preveniente y niega su fuerza. La ingratitud omite o se niega a reconocer la caridad divina y devolverle amor por amor. La tibieza es una vacilación o negligencia en responder al amor divino; puede implicar la negación a entregarse al movimiento de la caridad. La acedía o pereza espiritual llega a rechazar el gozo que viene de Dios y a sentir horror por el bien divino. El odio a Dios tiene su origen en el orgullo; se opone al amor de Dios cuya bondad niega y lo maldice porque condena el pecado e inflige penas.
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