viernes, 23 de mayo de 2008
Mc 9, 1-8 Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo
Marcos 9
(Mc 9, 1-8) Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo[1] Y les decía: «Les aseguro que algunos de los que están aquí presentes no morirán antes de haber visto que el Reino de Dios ha llegado con poder». [2] Seis días después, Jesús tomó a Pedro, Santiago y Juan, y los llevó a ellos solos a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos. [3] Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas. [4] Y se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. [5] Pedro dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bien estamos aquí! Hagamos tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». [6] Pedro no sabía qué decir, porque estaban llenos de temor. [7] Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: «Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo». [8] De pronto miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sino a Jesús solo con ellos.
(C.I.C 151) Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en aquel que él ha enviado, "su Hijo amado", en quien ha puesto toda su complacencia (cf. Mc 1,11). Dios nos ha dicho que les escuchemos (cf. Mc 9,7). El Señor mismo dice a sus discípulos: "Creed en Dios, creed también en mí" (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: "A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado" (Jn 1,18). Porque "ha visto al Padre" (Jn 6,46), él es único en conocerlo y en poderlo revelar (cf. Mt 11,27). (C.I.C 459) El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: "Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí ... "(Mt 11, 29). "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí" (Jn 14, 6). Y el Padre, en el monte de la transfiguración, ordena: "Escuchadle" (Mc 9, 7; cf. Dt 6, 4-5). El es, en efecto, el modelo de las bienaventuranzas y la norma de la ley nueva: "Amaos los unos a los otros como yo os he amado" (Jn 15, 12). Este amor tiene como consecuencia la ofrenda efectiva de sí mismo (cf. Mc 8, 34).
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