sábado, 30 de mayo de 2009
Rm 2, 7-11 Porque Dios no hace acepción de personas
(Rm 2, 7-11) Porque Dios no hace acepción de personas
[7] Él dará la Vida eterna a los que por su constancia en la práctica del bien, buscan la gloria, el honor y la inmortalidad. [8] En cambio, castigará con la ira y la violencia a los rebeldes, a los que no se someten a la verdad y se dejan arrastrar por la injusticia. [9] Es decir, habrá tribulación y angustia para todos los que hacen el mal: para los judíos, en primer lugar, y también para los que no lo son. [10] Y habrá gloria, honor y paz para todos los que obran el bien: para los judíos, en primer lugar, y también para los que no lo son, [11] porque Dios no hace acepción de personas.
(C.I.C 1778) La conciencia moral es un juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o ha hecho. En todo lo que dice y hace, el hombre está obligado a seguir fielmente lo que sabe que es justo y recto. Mediante el dictamen de su conciencia el hombre percibe y reconoce las prescripciones de la ley divina: La conciencia “es una ley de nuestro espíritu, pero que va más allá de él, nos da órdenes, significa responsabilidad y deber, temor y esperanza [...] La conciencia es la mensajera del que, tanto en el mundo de la naturaleza como en el de la gracia, a través de un velo nos habla, nos instruye y nos gobierna. La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo” (Newman, A letter to the Duke of Norfolk, 5). (C.I.C 1783) Hay que formar la conciencia, y esclarecer el juicio moral. Una conciencia bien formada es recta y veraz. Formula sus juicios según la razón, conforme al bien verdadero querido por la sabiduría del Creador. La educación de la conciencia es indispensable a seres humanos sometidos a influencias negativas y tentados por el pecado a preferir su propio juicio y a rechazar las enseñanzas autorizadas. (C.I.C 1785) En la formación de la conciencia, la Palabra de Dios es la luz de nuestro caminar; es preciso que la asimilemos en la fe y la oración, y la pongamos en práctica. Es preciso también que examinemos atendiendo a la Cruz del Señor. Estamos asistidos por los dones del Espíritu Santo, ayudados por el testimonio o los consejos de otros y guiados por la enseñanza autorizada de la Iglesia (Cf. Dignitatis humanae, 14).
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