sábado, 30 de mayo de 2009

Rm 2, 1-6 Dios retribuirá a cada uno según sus obras

Romanos 2
(Rm 2, 1-6) Dios retribuirá a cada uno según sus obras
[1] Por eso, tú que pretendes ser juez de los demás –no importa quién seas– no tienes excusa, porque al juzgar a otros, te condenas a ti mismo, ya que haces lo mismo que condenas. [2] Sabemos que Dios juzga de acuerdo con la verdad a los que se comportan así. [3] Tú que juzgas a los que hacen esas cosas e incurres en lo mismo, ¿acaso piensas librarte del Juicio de Dios? [4] ¿O desprecias la riqueza de la bondad de Dios, de su tolerancia y de su paciencia, sin reconocer que esa bondad te debe llevar a la conversión? [5] Por tu obstinación en no querer arrepentirte, vas acumulando ira para el día de la ira, cuando se manifiesten los justos juicios de Dios, [6] que retribuirá a cada uno según sus obras.
(C.I.C 679) Cristo es Señor de la vida eterna. El pleno derecho de juzgar definitivamente las obras y los corazones de los hombres pertenece a Cristo como Redentor del mundo. "Adquirió" este derecho por su Cruz. El Padre también ha entregado "todo juicio al Hijo" (Jn 5, 22; cf. Jn 5, 27; Mt 25, 31; Hch 10, 42; 17, 31; 2Tm 4, 1). Pues bien, el Hijo no ha venido para juzgar sino para salvar (cf. Jn 3,17) y para dar la vida que hay en él (cf. Jn 5, 26). Es por el rechazo de la gracia en esta vida por lo que cada uno se juzga ya a sí mismo (cf. Jn 3, 18; 12, 48); es retribuido según sus obras (cf. 1Co 3, 12-15) y puede incluso condenarse eternamente al rechazar el Espíritu de amor (cf. Mt 12, 32; Hb 6, 4-6; 10, 26-31). 679 (C.I.C 1776) “En lo más profundo de su conciencia el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamandole siempre a amar y hacer el bien y evitar el mal […]. El hombre tiene una ley inscrita por Dios en su corazón […]. La concencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella” (Gaudium et spes, 16).

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