lunes, 22 de septiembre de 2008
Lc 18, 9-13 ¡Dios mío, ten piedad de mí, pecador!
(Lc 18, 9-13) ¡Dios mío, ten piedad de mí, pecador!
[9] Y refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola: [10] «Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. [11] El fariseo, de pie, oraba en voz baja: “Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. [12] Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas”. [13] En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!”.
(C.I.C 2631) La petición de perdón es el primer movimiento de la oración de petición (cf. el publicano: "Oh Dios ten compasión de este pecador": Lc 18, 13). Es el comienzo de una oración justa y pura. La humildad confiada nos devuelve a la luz de la comunión con el Padre y su Hijo Jesucristo, y de los unos con los otros (cf. 1Jn 1, 7-2, 2): entonces "cuanto pidamos lo recibimos de él" (1Jn 3, 22). Tanto la celebración de la eucaristía como la oración personal comienzan con la petición de perdón. (C.I.C 2166) El cristiano comienza sus oraciones y sus acciones haciendo la señal de la cruz ‘en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén’. (C.I.C 2559) "La oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes convenientes"(San Juan Damasceno, Expositio fidei, 68 [De fide orthodoxa 3, 24]: PG 94, 1089). ¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde "lo más profundo" (Sal 130, 14) de un corazón humilde y contrito? El que se humilla es ensalzado (cf. Lc 18, 9-14). La humildad es la base de la oración. "Nosotros no sabemos pedir como conviene"(Rom 8, 26). La humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre es un mendigo de Dios (San Agustín, Sermo 56, 6, 9: PL 38, 381).
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