viernes, 19 de septiembre de 2008
Lc 17, 11-19 ¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios?
(Lc 17, 11-19) ¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios?
[11] Mientras se dirigía a Jerusalén, Jesús pasaba a través de Samaría y Galilea. [12] Al entrar en un poblado, le salieron al encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia [13] y empezaron a gritarle: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!». [14] Al verlos, Jesús les dijo: «Vayan a presentarse a los sacerdotes». Y en el camino quedaron purificados. [15] Uno de ellos, al comprobar que estaba curado, volvió atrás alabando a Dios en voz alta [16] y se arrojó a los pies de Jesús con el rostro en tierra, dándole gracias. Era un samaritano. [17] Jesús le dijo entonces: «¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? [18] ¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?». [19] Y agregó: «Levántate y vete, tu fe te ha salvado».
(C.I.C 2134) El primer mandamiento llama al hombre para que crea en Dios, espere en Él y lo ame sobre todas las cosas. (C.I.C 2133) ‘Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas’ (Dt 6, 59). (C.I.C 2136) El deber de dar a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente considerado. (C.I.C 2137) El hombre debe ‘poder profesar libremente la religión en público y en privado’ (Cf. Dignitatis humanae, 15). (C.I.C 2062) Los mandamientos propiamente dichos vienen en segundo lugar. Expresan las implicaciones de la pertenencia a Dios instituida por la Alianza. La existencia moral es respuesta a la iniciativa amorosa del Señor. Es reconocimiento, homenaje a Dios y culto de acción de gracias. Es cooperación con el designio que Dios se propone en la historia. (C.I.C 2093) La fe en el amor de Dios encierra la llamada y la obligación de responder a la caridad divina mediante un amor sincero. El primer mandamiento nos ordena amar a Dios sobre todas las cosas y a las criaturas por Él y a causa de Él (cf. Dt 6, 4-5). (C.I.C 2280) Cada cual es responsable de su vida delante de Dios que se la ha dado. El sigue siendo su soberano Dueño. Nosotros estamos obligados a recibirla con gratitud y a conservarla para su honor y para la salvación de nuestras almas. Somos administradores y no propietarios de la vida que Dios nos ha confiado. No disponemos de ella.
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