lunes, 8 de septiembre de 2008
Lc 13, 25-30) Los últimos serán los primero
(Lc 13, 25-30) Los últimos serán los primeros
[25] En cuanto el dueño de casa se levante y cierre la puerta, ustedes, desde afuera, se pondrán a golpear la puerta, diciendo: “Señor, ábrenos”. Y él les responderá: “No sé de dónde son ustedes”. [26] Entonces comenzarán a decir: “Hemos comido y bebido contigo, y tú enseñaste en nuestras plazas”. [27] Pero él les dirá: “No sé de dónde son ustedes; ¡apártense de mí todos los que hacen el mal!”. [28] Allí habrá llantos y rechinar de dientes, cuando vean a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y ustedes sean arrojados afuera. [29] Y vendrán muchos de Oriente y de Occidente, del Norte y del Sur, a ocupar su lugar en el banquete del Reino de Dios. [30] Hay algunos que son los últimos y serán los primeros, y hay otros que son los primeros y serán los últimos».
(C.I.C 1036) Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: "Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran" (Mt 7, 13-14): “Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Para que así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra, merezcamos entrar con El en la boda y ser contados entre los santos y no nos manden ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde ‘habrá llanto y rechinar de dientes’” (Lumen gentium, 48). (C.I.C 1037) Dios no predestina a nadie a ir al infierno (cf. II Concilio de Orange: DS 397; Concilio de Trento: DS 1567); para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que "quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión" (2P 3, 9): “Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa, ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos” (Plegaria eucarística I o Canon Romano, 88: Misal Romano).
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