viernes, 6 de junio de 2008
Mc 13, 28-32 Ese día y la hora nadie los conoce
(Mc 13, 28-32) Ese día y la hora nadie los conoce
[28] Aprendan esta comparación, tomada de la higuera: cuando sus ramas se hacen flexibles y brotan las hojas, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano. [29] Así también, cuando vean que suceden todas estas cosas, sepan que el fin está cerca, a la puerta. [30] Les aseguro que no pasará esta generación, sin que suceda todo esto. [31] El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán. [32] En cuanto a ese día y a la hora, nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, nadie sino el Padre.
(C.I.C 470) Puesto que en la unión misteriosa de la Encarnación "la naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida" (Gaudium et spes, 22), la Iglesia ha llegado a confesar con el correr de los siglos, la plena realidad del alma humana, con sus operaciones de inteligencia y de voluntad, y del cuerpo humano de Cristo. Pero paralelamente, ha tenido que recordar en cada ocasión que la naturaleza humana de Cristo pertenece propiamente a la persona divina del Hijo de Dios que la ha asumido. Todo lo que es y hace en ella pertenece a "uno de la Trinidad". El Hijo de Dios comunica, pues, a su humanidad su propio modo personal de existir en la Trinidad. Así, en su alma como en su cuerpo, Cristo expresa humanamente las comportamientos divinos de la Trinidad (cf. Jn 14, 9-10): “El Hijo de Dios [...] trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado (Gaudium et spes, 22). (C.I.C 670) Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en la "última hora" (1Jn 2, 18; cf. 1P 4, 7). "El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta" (Lumen gentium, 48). El Reino de Cristo manifiesta ya su presencia por los signos milagrosos (cf. Mc 16, 17-18) que acompañan a su anuncio por la Iglesia (cf. Mc 16, 20).
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