lunes, 16 de junio de 2008

Lc 1, 26-33 ¡Alégrate! llena de gracia

(Lc 1, 26-33) ¡Alégrate! llena de gracia
[26] En el sexto mes, el Ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, [27] a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María. [28] El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: «¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo». [29] Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo. [30] Pero el Ángel le dijo: «No temas, María, porque Dios te ha favorecido. [31] Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; [32] él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, [33] reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin».
(C.I.C 721) María, la Santísima Madre de Dios, la siempre Virgen, es la obra maestra de la Misión del Hijo y del Espíritu Santo en la Plenitud de los tiempos. Por primera vez en el designio de Salvación y porque su Espíritu la ha preparado, el Padre encuentra la Morada en donde su Hijo y su Espíritu pueden habitar entre los hombres. Por ello, los más bellos textos sobre la Sabiduría, la Tradición de la Iglesia los ha entendido frecuentemente con relación a María (cf. Pr 8, 1-9, 6; Si 24): María es cantada y representada en la Liturgia como el “Trono de la Sabiduría". En ella comienzan a manifestarse las "maravillas de Dios", que el Espíritu va a realizar en Cristo y en la Iglesia: (C.I.C 722) El Espíritu Santo preparó a María con su gracia. Convenía que fuese "llena de gracia" la madre de Aquél en quien "reside toda la plenitud de la divinidad corporalmente" (Col 2, 9). Ella fue concebida sin pecado, por pura gracia, como la más humilde de todas las criaturas, la más capaz de acoger el don inefable del Omnipotente. Con justa razón, el ángel Gabriel la saluda como la "Hija de Sión": "Alégrate" (cf. So 3, 14; Za 2, 14). Cuando ella lleva en sí al Hijo eterno, hace subir hasta el cielo con su cántico al Padre, en el Espíritu Santo (cf. Lc 1, 46-55), la acción de gracias de todo el Pueblo de Dios y, por tanto, de la Iglesia.

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