miércoles, 12 de marzo de 2014
117. ¿Quién es responsable de la muerte de Jesús? (Primera parte)
(Compendio 117) La pasión y muerte de Jesús no pueden ser
imputadas indistintamente al conjunto de los judíos que vivían entonces, ni a
los restantes judíos venidos después. Todo pecador, o sea todo hombre, es
realmente causa e instrumento de los sufrimientos del Redentor; y aún más
gravemente son culpables aquellos que más frecuentemente caen en pecado y se
deleitan en los vicios, sobre todo si son cristianos.
Resumen
(C.I.C 620) Nuestra salvación procede de la iniciativa del
amor de Dios hacia nosotros porque " Él nos
amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4,
10). "En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo" (2Co 5,
19).
Profundizar y modos de explicaciones
(C.I.C 595) Entre las autoridades religiosas de Jerusalén,
no solamente el fariseo Nicodemo (cf. Jn 7, 50) o el notable José de Arimatea
eran en secreto discípulos de Jesús (cf. Jn 19, 38-39), sino que durante mucho
tiempo hubo disensiones a propósito de El (cf. Jn 9, 16-17; 10, 19-21) hasta el
punto de que en la misma víspera de su pasión, San Juan pudo decir de ellos que
"un buen número creyó en él", aunque de una manera muy imperfecta (Jn
12, 42). Eso no tiene nada de extraño si se considera que al día siguiente de
Pentecostés "multitud de sacerdotes iban aceptando la fe" (Hch 6, 7)
y que "algunos de la secta de los Fariseos ... habían abrazado la fe"
(Hch 15, 5) hasta el punto de que Santiago puede decir a San Pablo que
"miles y miles de judíos han abrazado la fe, y todos son celosos
partidarios de la Ley" (Hch 21, 20).
Para la reflexión
(C.I.C 597) Teniendo
en cuenta la complejidad histórica manifestada en las narraciones evangélicas
sobre el proceso de Jesús y sea cual sea el pecado personal de los protagonistas
del proceso (Judas, el Sanedrín, Pilato) lo cual sólo Dios conoce, no se puede
atribuir la responsabilidad del proceso al conjunto de los judíos de Jerusalén,
a pesar de los gritos de una muchedumbre manipulada (Cf. Mc 15, 11) y de las
acusaciones colectivas contenidas en las exhortaciones a la conversión después
de Pentecostés (cf. Hch 2, 23. 36; 3, 13-14; 4, 10; 5, 30; 7, 52; 10, 39; 13,
27-28; 1Ts 2, 14-15). El mismo Jesús perdonando en la Cruz (cf. Lc 23, 34) y
Pedro siguiendo su ejemplo apelan a "la ignorancia" (cf. Hch 3, 17)
de los judíos de Jerusalén e incluso de sus jefes. Menos todavia se podría
ampliar esta responsabilidad a los restantes judíos en el tiempo y en el espacio, apoyándose en
el grito del pueblo: "¡Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros
hijos!" (Mt 27, 25), que equivale a una fórmula de ratificación (cf. Hch
5, 28; 18, 6): Tanto es así que la Iglesia ha declarado en el Concilio Vaticano
II: "Lo que se perpetró en su pasión no puede ser imputado indistintamente
a todos los judíos que vivían entonces ni a los judíos de ho [...] No se ha de
señalar a los judíos como reprobados por Dios y malditos como si tal cosa se
dedujera de la Sagrada Escritura" (Nostra
aetate, 4). (Continua)
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