viernes, 11 de julio de 2014
213. ¿Cómo se concilia la existencia del infierno con la infinita bondad de Dios?
(Compendio 213) Dios quiere que «todos lleguen a la
conversión» (2 P 3, 9), pero, habiendo creado al hombre libre y responsable,
respeta sus decisiones. Por tanto, es el hombre mismo quien, con plena
autonomía, se excluye voluntariamente de la comunión con Dios si, en el momento
de la propia muerte, persiste en el pecado mortal, rechazando el amor
misericordioso de Dios.
Resumen
(C.I.C 1058) La Iglesia ruega para
que nadie se pierda: "Jamás permitas […] Señor, que me separe de ti"
(Oración antes de la Comunión, 132: Misal Romano) Si bien es verdad que
nadie puede salvarse a sí mismo, también es cierto que "Dios quiere que
todos los hombres se salven" (1Tm 2, 4) y que para El "todo es
posible" (Mt 19, 26).
Profundizar y modos de explicaciones
(C.I.C 1037) Dios no predestina a
nadie a ir al infierno (cf. II Concilio de Orange: DS 397; Concilio de Trento:
DS 1567); para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un
pecado mortal), y persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística y
en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de
Dios, que "quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la
conversión" (2P 3, 9): “Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus
siervos y de toda tu familia santa, ordena en tu paz nuestros días, líbranos de
la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos” (Plegaria eucarística I o Canon
Romano, 88: Misal Romano). (C.I.C
1036) Las afirmaciones de la Escritura y las
enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de
su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión:
"Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el
camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué
estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son
los que la encuentran" (Mt 7, 13-14): “Como no sabemos ni el día ni la
hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela.
Para que así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra,
merezcamos entrar con El en la boda y ser contados entre los santos y no nos
manden ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas
exteriores, donde ‘habrá llanto y rechinar de dientes’” (Lumen gentium, 48).
Para la reflexión
(C.I.C 1428) Ahora bien, la
llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos.
Esta segunda conversión es una tarea
ininterrumpida para toda la Iglesia que "recibe en su propio seno a los
pecadores" y que siendo "santa al mismo tiempo que necesitada de
purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación" (Lumen gentium, 8). Este esfuerzo de
conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del "corazón
contrito" (Sal 51,19), atraído y movido por la gracia (cf. Jn 6,44; 12,32)
a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero (cf. 1Jn
4,10). (C.I.C 1429) De ello da testimonio la
conversión de San Pedro tras la triple negación de su Maestro. La mirada de
infinita misericordia de Jesús provoca las lágrimas del arrepentimiento (cf. Lc
22,61) y, tras la resurrección del Señor, la triple afirmación de su amor hacia
él (cf. Jn 21,15-17). La segunda conversión tiene también una dimensión comunitaria. Esto aparece en la llamada
del Señor a toda la Iglesia: "¡Arrepiéntete!" (Ap 2, 5. 16). San
Ambrosio dice acerca de las dos conversiones que, “en la Iglesia, existen el
agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia"
(San Ambrosio, Epistula extra collectionem
1 [41], 12: PL 16, 1116).
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