lunes, 5 de noviembre de 2012
1R 8, 34-36 Mostrándoles el buen camino que deben seguir
34 escucha tú desde el cielo: perdona el pecado de tu
pueblo Israel y tráelo de nuevo a la tierra que diste a sus padres. 35 Cuando se
cierre el cielo y no haya lluvia, porque ellos pecaron contra ti, si oran hacia
este lugar, si celebran tu Nombre y se convierten de su pecado, porque tú los
humillaste, 36 escucha tú desde el cielo: perdona el pecado de tus servidores y
de tu pueblo Israel, mostrándoles el buen camino que deben seguir, y envía
lluvia a la tierra que diste en herencia a tu pueblo.
(C.I.C
2839) Con una audaz confianza hemos empezado a orar a nuestro Padre.
Suplicándole que su Nombre sea santificado, le hemos pedido que seamos cada vez
más santificados. Pero, aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de
pecar, de separarnos de Dios. Ahora, en esta nueva petición, nos volvemos a él,
como el hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-32) y nos reconocemos pecadores ante él
como el publicano (cf. Lc 18, 13). Nuestra petición empieza con una
"confesión" en la que afirmamos al mismo tiempo nuestra miseria y su
Misericordia. Nuestra esperanza es firme porque, en su Hijo, "tenemos la
redención, la remisión de nuestros pecados" (Col 1, 14; Ef 1, 7). El signo
eficaz e indudable de su perdón lo encontramos en los sacramentos de su Iglesia
(cf. Mt 26, 28; Jn 20, 23). (C.I.C 2840)
Ahora bien, lo temible es que este desbordamiento de misericordia no puede
penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos han
ofendido. El Amor, como el Cuerpo de Cristo, es indivisible; no podemos amar a
Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano, a la hermana a quienes vemos
(cf. 1Jn 4, 20). Al negarse a perdonar a
nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace
impermeable al amor misericordioso del Padre; en la confesión del propio
pecado, el corazón se abre a su gracia.
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