domingo, 18 de noviembre de 2012

1R 21, 14-19 ¡Has cometido un homicidio, y encima te apropias de lo ajeno!


(1R 21, 14-19) ¡Has cometido un homicidio, y encima te apropias de lo ajeno!

14 Y mandaron decir a Jezabel: «Nabot fue apedreado y murió». 15 Cuando Jezabel se enteró de que Nabot había sido matado a pedradas, dijo a Ajab: «Ya puedes tomar posesión de la viña de Nabot, esa que él se negaba a venderte, porque Nabot ya no vive: está muerto». 16 Apenas oyó Ajab que Nabot estaba muerto, bajó a la viña de Nabot, el izreelita, para tomar posesión de ella. 17 Entonces la palabra del Señor llegó a Elías, el tisbita, en estos términos: 18 «Baja al encuentro de Ajab, rey de Israel en Samaría. Ahora está en la viña de Nabot: ha bajado allí para tomar posesión de ella. 19 Tú le dirás: Así habla el Señor: ¡Has cometido un homicidio, y encima te apropias de lo ajeno! Por eso, así habla el Señor: En el mismo sitio donde los perros lamieron la sangre de Nabot, allí lamerán tu sangre».
(C.I.C 2258) “La vida humana ha de ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente” (Instr. Donum vitae, Introducción, 5).  (C.I.C 2260) La alianza de Dios y de la humanidad está tejida de llamamientos a reconocer la vida humana como don divino y de la existencia de una violencia fratricida en el corazón del hombre:  “Y yo os prometo reclamar vuestra propia sangre [...] Quien vertiere sangre de hombre, por otro hombre será su sangre vertida, porque a imagen de Dios hizo él al hombre” (Gn 9, 5-6). El Antiguo Testamento consideró siempre la sangre como un signo sagrado de la vida (Cf. Lv 17, 14). La validez de esta enseñanza es para todos los tiempos. (C.I.C 2261) La Escritura precisa lo que el quinto mandamiento prohíbe: ‘No quites la vida del inocente y justo’ (Ex 23, 7). El homicidio voluntario de un inocente es gravemente contrario a la dignidad del ser humano, a la regla de oro y a la santidad del Creador. La ley que lo proscribe posee una validez universal: obliga a todos y a cada uno, siempre y en todas partes.       

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