martes, 3 de septiembre de 2013
Ez 36, 27-28 Ustedes serán mi Pueblo y yo seré su Dios
27 Infundiré mi
espíritu en ustedes y haré que signa mis preceptos, y que observen y practiquen
mis leyes. 28 Ustedes habitarán en la tierra que yo ha dado a sus padres.
Ustedes serán mi Pueblo y yo seré su Dios.
(C.I.C 715) Los textos proféticos que se refieren
directamente al envío del Espíritu Santo son oráculos en los que Dios habla al
corazón de su Pueblo en el lenguaje de la Promesa, con los acentos del
"amor y de la fidelidad" (cf. Ez. 11, 19; 36, 25-28; 37, 1-14; Jr 31,
31-34; Jl 3, 1-5), cuyo cumplimiento proclamará San Pedro la mañana de
Pentecostés, cf. Hch 2, 17-21). Según estas promesas, en los "últimos
tiempos", el Espíritu del Señor renovará el corazón de los hombres
grabando en ellos una Ley nueva; reunirá y reconciliará a los pueblos dispersos
y divididos; transformará la primera creación y Dios habitará en ella con los
hombres en la paz. (C.I.C 1287) Ahora bien, esta
plenitud del Espíritu no debía permanecer únicamente en el Mesías, sino que
debía ser comunicada a todo el pueblo
mesiánico (cf. Ez 36,25-27; Jl 3,1-2). En repetidas ocasiones Cristo
prometió esta efusión del Espíritu (cf. Lc 12,12; Jn 3,5-8; 7,37-39; 16,7-15;
Hch 1,8), promesa que realizó primero el día de Pascua (Jn 20,22) y luego, de
manera más manifiesta el día de Pentecostés (cf. Hch 2,1-4). Llenos del
Espíritu Santo, los Apóstoles comienzan a proclamar "las maravillas de
Dios" (Hch 2,11) y Pedro declara que esta efusión del Espíritu es el signo
de los tiempos mesiánicos (cf. Hch 2, 17-18). Los que creyeron en la predicación
apostólica y se hicieron bautizar, recibieron a su vez el don del Espíritu
Santo (cf. Hch 2,38).
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