viernes, 19 de junio de 2009
Rm 8, 24-25 Solamente en esperanza estamos salvados
(Rm 8, 24-25) Solamente en esperanza estamos salvados
[24] Porque solamente en esperanza estamos salvados. Ahora bien, cuando se ve lo que se espera, ya no se espera más: ¿acaso se puede esperar lo que se ve? [25] En cambio, si esperamos lo que no vemos, lo esperamos con constancia.
(C.I.C 1817) La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. ‘Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la promesa’ (Hb 10,23). Este es ‘el Espíritu Santo que Él derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna’ (Tt 3, 6-7). (C.I.C 1818) La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad. (C.I.C 2016) Los hijos de la Santa Madre Iglesia esperan justamente la gracia de la perseverancia final y de la recompensa de Dios, su Padre, por las obras buenas realizadas con su gracia en comunión con Jesús (Cf. Concilio de Trento: DS 1576). Siguiendo la misma norma de vida, los creyentes comparten la ‘bienaventurada esperanza’ de aquellos a los que la misericordia divina congrega en la ‘Ciudad Santa, la nueva Jerusalén, […] que baja del cielo, de junto a Dios, engalanada como una novia ataviada para su esposo’ (Ap 21, 2).
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