martes, 30 de junio de 2009
Rm 12, 3-5 Todos formamos un solo Cuerpo en Cristo
(Rm 12, 3-5) Todos formamos un solo Cuerpo en Cristo
[3] En virtud de la gracia que me fue dada, le digo a cada uno de ustedes: no se estimen más de lo que conviene; pero tengan por ustedes una estima razonable, según la medida de la fe que Dios repartió a cada uno. [4] Porque así como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros con diversas funciones, [5] también todos nosotros formamos un solo Cuerpo en Cristo, y en lo que respecta a cada uno, somos miembros los unos de los otros.
(C.I.C 1142) Pero "todos los miembros no tienen la misma función" (Rm 12,4). Algunos son llamados por Dios en y por la Iglesia a un servicio especial de la comunidad. Estos servidores son escogidos y consagrados por el sacramento del Orden, por el cual el Espíritu Santo los hace aptos para actuar en representación de Cristo-Cabeza para el servicio de todos los miembros de la Iglesia (cf. Presbiterorum Ordinis, 2 ; 15). El ministro ordenado es como el "icono" de Cristo Sacerdote. Por ser en la Eucaristía donde se manifiesta plenamente el sacramento de la Iglesia, es también en la presidencia de la Eucaristía donde el ministerio del obispo aparece en primer lugar, y en comunión con él, el de los presbíteros y los diáconos. (C.I.C 1372) San Agustín ha resumido admirablemente esta doctrina que nos impulsa a una participación cada vez más completa en el sacrificio de nuestro Redentor que celebramos en la Eucaristía: “Esta ciudad plenamente rescatada, es decir, la asamblea y la sociedad de los santos, es ofrecida a Dios como un sacrificio universal […] por el Sumo Sacerdote que, bajo la forma de esclavo, llegó a ofrecerse por nosotros en su pasión, para hacer de nosotros el cuerpo de una tan gran Cabeza [...] Tal es el sacrificio de los cristianos: ‘siendo muchos, no formamos más que un sólo cuerpo en Cristo’ (Rm 12,5). Y este sacrificio, la Iglesia no cesa de reproducirlo en el Sacramento del altar bien conocido de los fieles, donde se muestra que en lo que ella ofrece se ofrece a sí misma” (San Agustín, De civitate Dei, 10, 6: PL 41, 284).
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