martes, 2 de junio de 2009

Rm 3, 12-19 Nadie practica el bien ni siquiera uno solo

(Rm 3, 12-19) Nadie practica el bien ni siquiera uno solo
[12] Todos están extraviados, igualmente corrompidos; nadie practica el bien, ni siquiera uno solo. [13] Su garganta es un sepulcro abierto; engañan con su lengua, sus labios destilan veneno de víboras, [14] su boca está llena de maldición y amargura. [15] Sus pies son rápidos para derramar sangre, [16] en sus caminos hay ruina y miseria, [17] no conocen la senda de la paz. [18] El temor de Dios no está ante sus ojos. [19] Ahora bien, nosotros sabemos que todo lo que dice la Ley es válido solamente para los que están bajo la Ley, a fin de que nadie pueda alegar inocencia y todo el mundo sea reconocido culpable delante de Dios.
(C.I.C 401) Desde este primer pecado, una verdadera invasión de pecado inunda el mundo: el fratricidio cometido por Caín en Abel (cf. Gn 4,3-15); la corrupción universal, a raíz del pecado (cf. Gn 6,5.12; Rm 1,18-32); en la historia de Israel, el pecado se manifiesta frecuentemente, sobre todo como una infidelidad al Dios de la Alianza y como transgresión de la Ley de Moisés; e incluso tras la Redención de Cristo, entre los cristianos, el pecado se manifiesta de múltiples maneras (cf. 1Co 1-6; Ap 2-3). La Escritura y la Tradición de la Iglesia no cesan de recordar la presencia y la universalidad del pecado en la historia del hombre: “Lo que la revelación divina nos enseña coincide con la misma experiencia. Pues el hombre, al examinar su corazón, se descubre también inclinado al mal e inmerso en muchos males que no pueden proceder de su Creador, que es bueno. Negándose con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompió además el orden debido con respecto a su fin último y, al mismo tiempo, toda su ordenación en relación consigo mismo, con todos los otros hombres y con todas las cosas creadas (Gaudium et spes, 13).

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