sábado, 25 de enero de 2014
77. ¿Qué otras consecuencias provoca el pecado original?
(Compendio 77) Como consecuencia del
pecado original, la naturaleza humana, aun sin estar totalmente corrompida, se
halla herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al
sufrimiento y al poder de la muerte, e inclinada al pecado. Esta inclinación al
mal se llama concupiscencia.
Resumen
(C.I.C 418) Como consecuencia del pecado original, la
naturaleza humana quedó debilitada en sus fuerzas, sometida a la ignorancia, al
sufrimiento y al dominio de la muerte, e inclinada al pecado (inclinación
llamada "concupiscencia").
Profundizar y modos de explicaciones
(C.I.C 405) Aunque propio de cada uno (cf. Concilio de Trento: DS 1513), el pecado original no
tiene, en ningún descendiente de Adán, un carácter de falta personal. Es la
privación de la santidad y de la justicia originales, pero la naturaleza humana
no está totalmente corrompida: está herida en sus propias fuerzas naturales,
sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada
al pecado (esta inclinación al mal es llamada "concupiscencia"). El Bautismo,
dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el
hombre a Dios, pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e
inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual.
(C.I.C 406) La doctrina de la Iglesia sobre la transmisión del pecado original
fue precisada sobre todo en el siglo V, en particular bajo el impulso de la
reflexión de san Agustín contra el pelagianismo, y en el siglo XVI, en
oposición a la Reforma protestante. Pelagio sostenía que el hombre podía, por
la fuerza natural de su voluntad libre, sin la ayuda necesaria de la gracia de
Dios, llevar una vida moralmente buena: así reducía la influencia de la falta
de Adán a la de un mal ejemplo. Los primeros reformadores protestantes, por el
contrario, enseñaban que el hombre estaba radicalmente pervertido y su libertad
anulada por el pecado de los orígenes; identificaban el pecado heredado por
cada hombre con la tendencia al mal (concupiscentia),
que sería insuperable. La Iglesia se pronunció especialmente sobre el sentido
del dato revelado respecto al pecado original en el II Concilio de Orange en el
año 529 (DS 371-72) y en el Concilio de Trento, en el año 1546 (DS 1510-1516).
Para la reflexión
(C.I.C 407) La doctrina sobre el pecado original -vinculada
a la de la Redención de Cristo- proporciona una mirada de discernimiento lúcido
sobre la situación del hombre y de su obrar en el mundo. Por el pecado de los
primeros padres, el diablo adquirió un cierto dominio sobre el hombre, aunque
éste permanezca libre. El pecado original entraña "la servidumbre bajo el
poder del que en adelante poseía el imperio de la muerte, es decir, del
diablo" (Concilio de Trento: DS 1511; cf.
Hb 2,14). Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal,
da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la
acción social (cf. Centesimus annus,
25) y de las costumbres. (C.I.C 408) Las consecuencias del pecado original y de
todos los pecados personales de los hombres confieren al mundo en su conjunto
una condición pecadora, que puede ser designada con la expresión de san Juan:
"el pecado del mundo" (Jn 1,29). Mediante esta expresión se significa
también la influencia negativa que ejercen sobre las personas las situaciones
comunitarias y las estructuras sociales que son fruto de los pecados de los
hombres (cf. Reconciliatio et paenitentia,
16). (C.I.C 409) Esta situación dramática del mundo que "todo entero yace
en poder del maligno" (1Jn 5,19; cf. 1P 5,8), hace de la vida del hombre
un combate: “A través de toda la historia del hombre se extiend e una dura
batalla contra los poderes de las tinieblas que, iniciada ya desde el origen
del mundo, durará hasta el último día, según dice el Señor. Inserto en esta
lucha, el hombre debe combatir continuamente para adherirse al bien, y no sin
grandes trabajos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de lograr la
unidad en sí mismo” (Gaudium et spes,
37).
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