viernes, 16 de agosto de 2013
Jr 31, 34 Todos me conocerán
34 Y ya no tendrán
que enseñarse mutuamente, diciéndose el uno al otro: «Conozcan al Señor».
Porque todos me conocerán, del más pequeño al más grande –oráculo del Señor–.
Porque yo habré perdonado su iniquidad y no me acordaré más de su pecado.
(C.I.C 1695) “Justificados […]
en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios” (1Co 6,11),
“santificados y llamados a ser santos” (1Co 1,2), los cristianos se convierten
en ‘el templo […] del Espíritu Santo’ (Cf. Ga 4, 6). Este ‘Espíritu del Hijo’
les enseña a orar al Padre (Ga 5, 25) y, haciéndose vida en ellos, les hace
obrar (Cf. Ga 5, 25) para dar los frutos del Espíritu por la caridad operante.
Sanando las heridas del pecado, el Espíritu Santo nos renueva interiormente
mediante una transformación espiritual (Cf. Ef 4, 23), nos ilumina y nos
fortalece para vivir como ‘hijos de la luz’ (Ef 5, 8), ‘por la bondad, la
justicia y la verdad’ en todo (Ef 5,9). (C.I.C 580) El cumplimiento
perfecto de la Ley no podía ser sino obra del divino Legislador que nació
sometido a la Ley en la persona del Hijo (cf. Ga 4, 4). En Jesús la Ley ya no
aparece grabada en tablas de piedra sino "en el fondo del corazón"
(Jr 31, 33) del Siervo, quien, por "aportar fielmente el derecho" (Is
42, 3), se ha convertido en "la Alianza del pueblo" (Is 42, 6). Jesús
cumplió la Ley hasta tomar sobre sí mismo "la maldición de la Ley" (cf.
Ga 3, 13) en la que habían incurrido los que no "practican todos los
preceptos de la Ley" (cf. Ga 3, 10) porque, ha intervenido su muerte para
remisión de las transgresiones de la Primera Alianza" (Hb 9, 15).
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