jueves, 12 de marzo de 2009
Hch 9, 10-14 ¡Ananías! busca a un tal Saulo de Tarso
(Hch 9, 10-14) ¡Ananías! busca a un tal Saulo de Tarso
[10] Vivía entonces en Damasco un discípulo llamado Ananías, a quien el Señor dijo en una visión: «¡Ananías!». Él respondió: «Aquí estoy, Señor». [11] El Señor le dijo: «Ve a la calle llamada Recta, y busca en casa de Judas. [12] Él está orando, y ha visto en una visión a un hombre llamado Ananías, que entraba y le imponía las manos para devolverle la vista». [13] Ananías respondió: «Señor, oí decir a muchos que este hombre hizo un gran daño a tus santos en Jerusalén. [14] Y ahora está aquí con plenos poderes de los jefes de los sacerdotes para llevar presos a todos los que invocan tu Nombre».
(C.I.C 1426) La conversión a Cristo, el nuevo nacimiento por el Bautismo, el don del Espíritu Santo, el Cuerpo y la Sangre de Cristo recibidos como alimento nos han hecho "santos e inmaculados ante él" (Ef 1,4), como la Iglesia misma, esposa de Cristo, es "santa e inmaculada ante Él" (Ef 5,27). Sin embargo, la vida nueva recibida en la iniciación cristiana no suprimió la fragilidad y la debilidad de la naturaleza humana, ni la inclinación al pecado que la tradición llama concupiscencia, y que permanece en los bautizados a fin de que sirva de prueba en ellos en el combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios (cf. Concilio de Trento: DS 1515). Esta lucha es la de la conversión con miras a la santidad y la vida eterna a la que el Señor no cesa de llamarnos (cf. Concilio de Trento: DS 1545; Lumen gentium, 40). (C.I.C 1425) "Habéis sido lavados […], habéis sido santificados, […] habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios" (1Co 6,11). Es preciso darse cuenta de la grandeza del don de Dios que se nos hace en los sacramentos de la iniciación cristiana para comprender hasta qué punto el pecado es algo que no cabe en aquél que "se ha revestido de Cristo" (Ga 3,27). Pero el apóstol San Juan dice también: "Si decimos: ‘no tenemos pecado’, nos engañamos y la verdad no está en nosotros" (1Jn 1,8). Y el Señor mismo nos enseñó a orar: "Perdona nuestras ofensas" (Lc 11,4), uniendo el perdón mutuo de nuestras ofensas al perdón que Dios concederá a nuestros pecados.
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