lunes, 23 de marzo de 2009
Hch 11, 19-26 Una gran multitud adhirió al Señor
(Hch 11, 19-26) Una gran multitud adhirió al Señor
[19] Mientras tanto, los que se habían dispersado durante la persecución que se desató a causa de Esteban, llegaron hasta Fenicia, Chipre y Antioquía, y anunciaban la Palabra únicamente a los judíos. [20] Sin embargo, había entre ellos algunos hombres originarios de Chipre y de Cirene que, al llegar a Antioquía, también anunciaron a los paganos la Buena Noticia del Señor Jesús. [21] La mano del Señor los acompañaba y muchos creyeron y se convirtieron. [22] Al enterarse de esto, la Iglesia de Jerusalén envió a Bernabé a Antioquía. [23] Cuando llegó y vio la gracia que Dios les había concedido, él se alegró mucho y exhortaba a todos a permanecer fieles al Señor con un corazón firme. [24] Bernabé era un hombre bondadoso, lleno del Espíritu Santo y de mucha fe. Y una gran multitud adhirió al Señor. [25] Entonces partió hacia Tarso en busca de Saulo, [26] y cuando lo encontró, lo llevó a Antioquía. Ambos vivieron todo un año en esa Iglesia y enseñaron a mucha gente. Y fue en Antioquía, donde por primera vez los discípulos recibieron el nombre de «cristianos».
(C.I.C 1432) El corazón del hombre es torpe y endurecido. Es preciso que Dios dé al hombre un corazón nuevo (cf. Ez 36,26-27). La conversión es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a El nuestros corazones: "Conviértenos, Señor, y nos convertiremos" (Lm 5,21). Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo. Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso del pecado y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de él. El corazón humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron (cf. Jn 19,37; Za 12,10). “Tengamos los ojos fijos en la sangre de Cristo y comprendamos cuán preciosa es a su Padre, porque, habiendo sido derramada para nuestra salvación, ha conseguido para el mundo entero la gracia del arrepentimiento” (San Clemente Romano, Epistula ad Corinthios, 7, 4). (C.I.C 1433) Después de Pascua, el Espíritu Santo "convence al mundo en lo referente al pecado" (Jn. 16, 8-9), a saber, que el mundo no ha creído en el que el Padre ha enviado. Pero este mismo Espíritu, que desvela el pecado, es el Consolador (cf. Jn 15,26) que da al corazón del hombre la gracia del arrepentimiento y de la conversión (cf. Hch 2,36-38; Juan Pablo II, Dominum et Vivificantem, 27-48). (C.I.C 2636) Las primeras comunidades cristianas vivieron intensamente esta forma de participación (cf. Hch 12, 5; 20, 36; 21, 5; 2Co 9, 14). El Apóstol Pablo les hace participar así en su ministerio del Evangelio (cf. Ef 6, 18-20; Col 4, 3-4; 1Ts 5, 25); él intercede también por las comunidades (cf. 2Ts 1, 11; Col 1, 3; Flp 1, 3-4). La intercesión de los cristianos no conoce fronteras: "por todos los hombres, por […] todos los constituídos en autoridad" (1Tm 2, 1), por los perseguidores (cf. Rm 12, 14), por la salvación de los que rechazan el Evangelio (cf. Rm 10, 1). (C.I.C 1289) Muy pronto, para mejor significar el don del Espíritu Santo, se añadió a la imposición de las manos una unción con óleo perfumado (crisma). Esta unción ilustra el nombre de "cristiano" que significa "ungido" y que tiene su origen en el nombre de Cristo, al que "Dios ungió con el Espíritu Santo" (Hch 10,38). Y este rito de la unción existe hasta nuestros días tanto en Oriente como en Occidente. Por eso en Oriente, se llama a este sacramento crismación, unción con el crisma, o myron, que significa "crisma". En Occidente el nombre de Confirmación sugiere que este sacramento al mismo tiempo confirma el Bautismo y robustece la gracia bautismal.
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