jueves, 28 de agosto de 2008

Lc 11, 23-26 El que no recoge conmigo desparrama

(Lc 11, 23-26) El que no recoge conmigo desparrama
[23] El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama. [24] Cuando el espíritu impuro sale de un hombre, vaga por lugares desiertos en busca de reposo, y al no encontrarlo, piensa: “Volveré a mi casa, de donde salí”. [25] Cuando llega, la encuentra barrida y ordenada. [26] Entonces va a buscar a otros siete espíritus peores que él; entran y se instalan allí. Y al final, ese hombre se encuentra peor que al principio».
(C.I.C 457) El Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios: "Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados" (1Jn 4, 10)."El Padre envió a su Hijo para ser salvador del mundo" (1Jn 4, 14). "El se manifestó para quitar los pecados" (1Jn 3, 5): “Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdida la posesión del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacia falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador. ¿No tenían importancia estos razonamientos? ¿No merecían conmover a Dios hasta el punto de hacerle bajar hasta nuestra naturaleza humana para visitarla, ya que la humanidad se encontraba en un estado tan miserable y tan desgraciado? (San Gregorio de Nisa, Oratio catechetica 15, 3: PG 45, 48). (C.I.C 1421) El Señor Jesucristo, médico de nuestras almas y de nuestros cuerpos, que perdonó los pecados al paralítico y le devolvió la salud del cuerpo (cf. Mc 2,1-12), quiso que su Iglesia continuase, en la fuerza del Espíritu Santo, su obra de curación y de salvación, incluso en sus propios miembros. Esta es la finalidad de los dos sacramentos de curación: del sacramento de la Penitencia y de la Unción de los enfermos. (C.I.C 1426) La conversión a Cristo, el nuevo nacimiento por el Bautismo, el don del Espíritu Santo, el Cuerpo y la Sangre de Cristo recibidos como alimento nos han hecho "santos e inmaculados ante él" (Ef 1,4), como la Iglesia misma, esposa de Cristo, es "santa e inmaculada ante Él" (Ef 5,27). Sin embargo, la vida nueva recibida en la iniciación cristiana no suprimió la fragilidad y la debilidad de la naturaleza humana, ni la inclinación al pecado que la tradición llama concupiscencia, y que permanece en los bautizados a fin de que sirva de prueba en ellos en el combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios (cf. Concilio de Trento: DS 1515). Esta lucha es la de la conversión con miras a la santidad y la vida eterna a la que el Señor no cesa de llamarnos (cf. Concilio de Trento: DS 1545; Lumen gentium, 40).

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