domingo, 17 de agosto de 2008
Lc 11, 1b Señor, enséñanos a orar
(Lc 11, 1b) Señor, enséñanos a orar
[1b] Y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar
(C.I.C 2558) "Este es el Misterio de la fe". La Iglesia lo profesa en el Símbolo de los Apóstoles y lo celebra en la Liturgia sacramental, para que la vida de los fieles se conforme con Cristo en el Espíritu Santo para gloria de Dios Padre. Por tanto, este Misterio exige que los fieles crean en él, lo celebren y vivan de él en una relación viva y personal con Dios vivo y verdadero. Esta relación es la oración. (C.I.C 2568) La revelación de la oración en el Antiguo Testamento se inscribe entre la caída y la elevación del hombre, entre la llamada dolorosa de Dios a sus primeros hijos: "¿Dónde estás? [...] ¿Por qué lo has hecho?" (Gn 3, 9. 13) y la respuesta del Hijo único al entrar en el mundo: "He aquí que vengo [...] a hacer, oh Dios, tu voluntad" (Hb 10, 5-7). De este modo, la oración está unida a la historia de los hombres; es la relación con Dios en los acontecimientos de la historia humana. (C.I.C 2630) El Nuevo Testamento no contiene apenas oraciones de lamentación, frecuentes en el Antiguo Testamento. En adelante, en Cristo resucitado, la oración de la Iglesia es sostenida por la esperanza, aunque todavía estemos en la espera y tengamos que convertirnos cada día. La petición cristiana brota de otras profundidades, de lo que S. Pablo llama el gemido: el de la creación "que sufre dolores de parto" (Rm 8, 22), el nuestro también en la espera "del rescate de nuestro cuerpo. Porque nuestra salvación es objeto de esperanza" (Rm 8, 23-24), y, por último, los "gemidos inefables" del propio Espíritu Santo que "viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene" (Rm 8, 26).
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