lunes, 8 de diciembre de 2008
Jn 8, 7-11 Yo tampoco te condeno vete no peques más
(Jn 8, 7-11) Yo tampoco te condeno vete no peques más
[7] Como insistían, se enderezó y les dijo: «El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra». [8] E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo. [9] Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos. Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, [10] e incorporándose, le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado?». [11] Ella le respondió: «Nadie, Señor». «Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante».
(C.I.C 2331) ‘Dios es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su imagen [...] Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación, y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión’ (Familiaris consortio, 11). ‘Dios creó el hombre a imagen suya; [...] hombre y mujer los creó’ (Gn 1, 27). ‘Creced y multiplicaos’ (Gn 1, 28); ‘el día en que Dios creó al hombre, le hizo a imagen de Dios. Los creó varón y hembra, los bendijo, y los llamó ‘Hombre’ en el día de su creación’ (Gn 5, 1-2). (C.I.C 2334) ‘Creando al hombre «varón y mujer», Dios da la dignidad personal de igual modo al hombre y a la mujer’ (Familiaris Consortio, 22; Gaudium et Spes, 49). ‘El hombre es una persona, y esto se aplica en la misma medida al hombre y a la mujer, porque los dos fueron creados a imagen y semejanza de un Dios personal’ (Mulieris Dignitatem, 6). (C.I.C 2335) Cada uno de los dos sexos es, con una dignidad igual, aunque de manera distinta, imagen del poder y de la ternura de Dios. La unión del hombre y de la mujer en el matrimonio es una manera de imitar en la carne la generosidad y la fecundidad del Creador: ‘El hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne’ (Gn 2, 24). De esta unión proceden todas las generaciones humanas (cf. Gn 4, 1-2.25-26; 5, 1). (C.I.C 1630) El sacerdote (o el diácono) que asiste a la celebraci ón del matrimonio, recibe el consentimiento de los esposos en nombre de la Iglesia y da la bendición de la Iglesia. La presencia del ministro de la Iglesia (y también de los testigos) expresa visiblemente que el matrimonio es una realidad eclesial. (C.I.C 1631) Por esta razón, la Iglesia exige ordinariamente para sus fieles la forma eclesiástica de la celebración del matrimonio (cf. Concilio de Trento: DS 1813-1816; CIC canon 1108). Varias razones concurren para explicar esta determinación: — El matrimonio sacramental es un acto litúrgico. Por tanto, es conveniente que sea celebrado en la liturgia pública de la Iglesia. — El matrimonio introduce en un ordo eclesial, crea derechos y deberes en la Iglesia entre los esposos y para con los hijos. — Por ser el matrimonio un estado de vida en la Iglesia, es preciso que exista certeza sobre él (de ahí la obligación de tener testigos). — El carácter público del consentimiento protege el "Sí" una vez dado y ayuda a permanecer fiel a él.
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