miércoles, 3 de julio de 2013
Is 45, 5-8 No hay otro, no hay ningún Dios fuera de mí
5 Yo soy el Señor,
y no hay otro, no hay ningún Dios fuera de mí, Yo hice empuñar las armas, sin
que tú me conocieras, 6 para que se conozca, desde el Oriente y el Occidente,
que no hay nada fuera de mí. Yo soy el Señor, y no hay otro. 7 Yo formo la luz
y creo las tinieblas, hago la felicidad y creo la desgracia: yo, el Señor, soy
el que hago todo esto. 8 Destilen, cielos, desde lo alto, y que las nubes derramen
la justicia! Que se abra la tierra y produzca la salvación, y que también haga
germinar la justicia! Yo, el Señor, he creado todo esto.
(C.I.C 2795) El símbolo del cielo nos remite al
misterio de la Alianza que vivimos cuando oramos al Padre. El está en el cielo,
es su morada, la Casa del Padre es por tanto nuestra "patria". De la
patria de la Alianza el pecado nos ha desterrado (cf. Gn 3) y hacia el Padre,
hacia el cielo, la conversión del corazón nos hace volver (cf. Jr 3, 19-4, 1a;
Lc 15, 18. 21). En Cristo se han reconciliado el cielo y la tierra (cf. Is 45,
8; Sal 85, 12), porque el Hijo "ha bajado del cielo", solo, y nos
hace subir allí con él, por medio de su Cruz, su Resurrección y su Ascensión
(cf. Jn 12, 32; 14, 2-3; 16, 28; 20, 17; Ef 4, 9-10; Hb 1, 3; 2, 13). (C.I.C 2796)
Cuando la Iglesia ora diciendo "Padre nuestro que estás en el cielo",
profesa que somos el Pueblo de Dios "sentado en el cielo, en Cristo
Jesús" (Ef 2, 6), "ocultos con Cristo en Dios" (Col 3, 3), y, al
mismo tiempo, "gemimos en este estado, deseando ardientemente ser
revestidos de nuestra habitación celestial" (2 Co 5, 2; cf. Flp 3, 20; Hb
13, 14): “Los cristianos están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan
su vida en la tierra, pero son ciudadanos del cielo” (Epístula ad Diognetum, 5, 8-9).
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