martes, 18 de noviembre de 2008

Jn 6, 1-6 Se acercaba la Pascua la fiesta de los judíos

Juan 6
(Jn 6, 1-6) Se acercaba la Pascua la fiesta de los judíos
[1] Después de esto, Jesús atravesó el mar de Galilea, llamado Tiberíades. [2] Lo seguía una gran multitud, al ver los signos que hacía curando a los enfermos. [3] Jesús subió a la montaña y se sentó allí con sus discípulos. [4] Se acercaba la Pascua, la fiesta de los judíos. [5] Al levantar los ojos, Jesús vio que una gran multitud acudía a él y dijo a Felipe: «¿Dónde compraremos pan para darles de comer?». [6] Él decía esto para ponerlo a prueba, porque sabía bien lo que iba a hacer.
(C.I.C 1164) El pueblo de Dios, desde la ley mosaica, tuvo fiestas fijas a partir de la Pascua, para conmemorar las acciones maravillosas del Dios Salvador, para darle gracias por ellas, perpetuar su recuerdo y enseñar a las nuevas generaciones a conformar con ellas su conducta. En el tiempo de la Iglesia, situado entre la Pascua de Cristo, ya realizada una vez por todas, y su consumación en el Reino de Dios, la liturgia celebrada en días fijos está toda ella impregnada por la novedad del Misterio de Cristo. (C.I.C 1335) Los milagros de la multiplicación de los panes, cuando el Señor dijo la bendición, partió y distribuyó los panes por medio de sus discípulos para alimentar la multitud, prefiguran la sobreabundancia de este único pan de su Eucaristía (cf. Mt 14,13-21; 15, 32-29). El signo del agua convertida en vino en Caná (cf. Jn 2,11) anuncia ya la Hora de la glorificación de Jesús. Manifiesta el cumplimiento del banquete de las bodas en el Reino del Padre, donde los fieles beberán el vino nuevo (cf. Mc 14,25) convertido en Sangre de Cristo. (C.I.C 549) Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre (cf. Jn 6, 5-15), de la injusticia (cf. Lc 19, 8), de la enfermedad y de la muerte (cf. Mt 11,5), Jesús realizó unos signos mesiánicos; no obstante, no vino para abolir todos los males aquí abajo (cf. Lc 12, 13. 14; Jn 18, 36), sino a liberar a los hombres de la esclavitud más grave, la del pecado (cf. Jn 8, 34-36), que es el obstáculo en su vocación de hijos de Dios y causa de todas sus servidumbres humanas.

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