viernes, 7 de noviembre de 2008
Jn 3, 31-36 El que cree en el Hijo tiene Vida eterna
(Jn 3, 31-36) El que cree en el Hijo tiene Vida eterna
[31] El que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra pertenece a la tierra y habla de la tierra. El que vino del cielo [32] da testimonio de lo que ha visto y oído, pero nadie recibe su testimonio. [33] El que recibe su testimonio certifica que Dios es veraz. [34] El que Dios envió dice las palabras de Dios, porque Dios le da el Espíritu sin medida. [35] El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en sus manos. [36] El que cree en el Hijo tiene Vida eterna. El que se niega a creer en el Hijo no verá la Vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él».
(C.I.C 504) Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María porque él es el Nuevo Adán (cf. 1Co 15, 45) que inaugura la nueva creación: "El primer hombre, salido de la tierra, es terreno; el segundo viene del cielo" (1Co 15, 47). La humanidad de Cristo, desde su concepción, está llena del Espíritu Santo porque Dios "le da el Espíritu sin medida" (Jn 3, 34). De "su plenitud", cabeza de la humanidad redimida (cf. Col 1, 18), "hemos recibido todos gracia por gracia" (Jn 1, 16). (C.I.C 1286) En el Antiguo Testamento, los profetas anunciaron que el Espíritu del Señor reposaría sobre el Mesías esperado (cf. Is 11,2) para realizar su misión salvífica (cf. Lc 4,16-22; Is 61,1). El descenso del Espíritu Santo sobre Jesús en su Bautismo por Juan fue el signo de que él era el que debía venir, el Mesías, el Hijo de Dios (Mt 3,13-17; Jn 1,33-34). Habiendo sido concedido por obra del Espíritu Santo, toda su vida y toda su misión se realizan en una comunión total con el Espíritu Santo que el Padre le da "sin medida" (Jn 3,34). (C.I.C 2104) ‘Todos los hombres […] están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo que se refiere a Dios y a su Iglesia, y, una vez conocida, a abrazarla y practicarla’ (Dignitatis humanae, 1). Este deber se desprende de ‘su misma naturaleza’ (Dignitatis humanae, 2). No contradice al ‘respeto sincero’ hacia las diversas religiones, que ‘no pocas veces reflejan, sin embargo, un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres’ (Nostra aetate, 2), ni a la exigencia de la caridad que empuja a los cristianos ‘a tratar con amor, prudencia y paciencia a los hombres que viven en el error o en la ignorancia de la fe’ (Dignitatis humanae, 14).
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