viernes, 5 de octubre de 2012

Deut 30, 17-20 Ames al Señor y escuches su voz



(Deut 30, 17-20) Ames al Señor y escuches su voz 

17 Pero si tu corazón se desvía y no escuchas, si te dejas arrastrar y vas a postrarte ante otros dioses para servirlo. 18 yo les anuncio hoy que ustedes se perderán irremediablemente, y no vivirán mucho tiempo en la tierra que vas a poseer después de cruzar el Jordán. 19 Hoy tomo por testigos contra ustedes al cielo y a la tierra; yo he puesto delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida, y vivirás, tú y tus descendientes, 20 con tal que ames al Señor, tu Dios, escuches su voz y le seas fiel. Porque de ello depende tu vida y tu larga permanencia en la tierra que el Señor juró dar a tus padres, a Abraham, a Isaac y a Jacob. 
(C.I.C 2069) El Decálogo forma un todo indisociable. Cada una de las ‘diez palabras’ remite a cada una de las demás y al conjunto; se condicionan recíprocamente. Las dos tablas se iluminan mutuamente; forman una unidad orgánica. Transgredir un mandamiento es quebrantar todos los otros (Cf. St 2, 10-11). No se puede honrar a otro sin bendecir a Dios su Creador. No se podría adorar a Dios sin amar a todos los hombres, que son sus creaturas. El Decálogo unifica la vida teologal y la vida social del hombre. (C.I.C 2070) Los diez mandamientos pertenecen a la revelación de Dios. Nos enseñan al mismo tiempo la verdadera humanidad del hombre. Ponen de relieve los deberes esenciales y, por tanto indirectamente, los derechos fundamentales, inherentes a la naturaleza de la persona humana. El Decálogo contiene una expresión privilegiada de la ‘ley natural’: “Desde el comienzo, Dios había puesto en el corazón de los hombres los preceptos de la ley natural. Primeramente se contentó con recordárselos. Esto fue el Decálogo, el cual, si alguien no lo guarda, no tendrá la salvación, y no les exigió mas”  (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses, 4, 15, 1: PG 7, 1012). (C.I.C 2071) Aunque accesibles a la sola razón, los preceptos del Decálogo han sido revelados. Para alcanzar un conocimiento completo y cierto de las exigencias de la ley natural, la humanidad pecadora necesitaba esta revelación: “En el estado de pecado, una explicación plena de los mandamientos del Decálogo resultó necesaria a causa del oscurecimiento de la luz de la razón y de la desviación de la voluntad” (San San Buenaventura, In quatuor libros Sententiarum, 3, 37, 1, 3). Conocemos los mandamientos de la ley de Dios por la revelación divina que nos es propuesta en la Iglesia, y por la voz de la conciencia moral.  

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