domingo, 19 de agosto de 2012
Ex 33,20-23 Tú no puedes ver mi rostro
20 Pero tú no
puedes ver mi rostro, añadió, porque ningún hombre puede verme y seguir
viviendo». 21 Luego el Señor le dijo: «Aquí a mi lado tienes un lugar. Tú
estarás de pie sobre la roca, 22 y cuando pase mi gloria, yo te pondré en la
hendidura de la roca y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. 23 Después
retiraré mi mano y tú verás mis espaldas. Pero nadie puede ver mi rostro».
(C.I.C
2519) A los ‘limpios de corazón’ se les promete que verán a Dios cara a cara y
que serán semejantes a Él (cf. 1Co 13, 12, 1Jn 3, 2). La pureza de corazón es
el preámbulo de la visión. Ya desde ahora esta pureza nos concede ver según Dios, recibir al otro como un
‘prójimo’; nos permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del
prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza
divina. (C.I.C 2531) La pureza del corazón nos alcanzará el ver a Dios: nos da
desde ahora la capacidad de ver según Dios todas las cosas. (C.I.C 2548) El
deseo de la felicidad verdadera aparta al hombre del apego desordenado a los
bienes de este mundo, y tendrá su plenitud en la visión y la bienaventuranza de
Dios. ‘La promesa [de ver a Dios] supera toda felicidad […] En la Escritura,
ver es poseer […]. El que ve a Dios obtiene todos los bienes que se pueden
concebir’ (San Gregorio de Nisa, De
beatitudinibus, oratio 6: Gregorii
Nysseni opera: PG 44, 1265). (C.I.C 2549) Corresponde, por tanto, al pueblo
santo luchar, con la gracia de lo alto, para obtener los bienes que Dios
promete. Para poseer y contemplar a Dios, los fieles cristianos mortifican sus
concupiscencias y, con la ayuda de Dios, vencen las seducciones del placer y
del poder.
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