viernes, 23 de abril de 2010

Ef 5, 3-5 Lo que deben hacer es dar gracias a Dios

(Ef 5, 3-5) Lo que deben hacer es dar gracias a Dios

[3] En cuanto al pecado carnal y cualquier clase de impureza o avaricia, ni siquiera se los mencione entre ustedes, como conviene a los santos. [4] Lo mismo digo acerca de las obscenidades, de las malas conversaciones y de las bromas groseras: todo esto está fuera de lugar. Lo que deben hacer es dar gracias a Dios. [5] Y sépanlo bien: ni el hombre lujurioso, ni el impuro, ni el avaro –que es un idólatra– tendrán parte en la herencia del Reino de Cristo y de Dios.

(C.I.C 1852) La variedad de pecados es grande. La Escritura contiene varias listas. La carta a los Gálatas opone las obras de la carne al fruto del Espíritu: ‘Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios’ (Gal 5,19-21; cf. Rm 1, 28-32; 1Co 6, 9-10; Ef 5, 3-5; Col 3, 5-8; 1Tm 1, 9-10; 2Tm 3, 2-5). (C.I.C 1854) Conviene valorar los pecados según su gravedad. La distinción entre pecado mortal y venial, perceptible ya en la Escritura (cf. 1Jn 5,16-17) se ha impuesto en la tradición de la Iglesia. La experiencia de los hombres la corroboran. (C.I.C 1855) El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior. El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere. (C.I.C 1856) El pecado mortal, que ataca en nosotros el principio vital que es la caridad, necesita una nueva iniciativa de la misericordia de Dios y una conversión del corazón que se realiza ordinariamente en el marco del sacramento de la Reconciliación: “Cuando […] la voluntad se dirige a una cosa de suyo contraria a la caridad por la que estamos ordenados al fin último, el pecado, por su objeto mismo, tiene causa para ser mortal […] sea contra el amor de Dios, como la blasfemia, el perjurio, etc., o contra el amor del prójimo, como el homicidio, el adulterio, etc. [...] En cambio, cuando la voluntad del pecador se dirige a veces a una cosa que contiene en sí un desorden, pero que sin embargo no es contraria al amor de Dios y del prójimo, como una palabra ociosa, una risa superflua, etc., tales pecados son veniales” (Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, 1-2, 88, 2). (C.I.C 1857) Para que un pecado sea mortal se requieren tres condiciones: ‘Es pecado mortal lo que tiene como objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y deliberado consentimiento’ (Reconciliatio et paenitentia, 17).

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