domingo, 11 de abril de 2010

Ef 4, 7-10 El que descendió es el mismo que subió

(Ef 4, 7-10) El que descendió es el mismo que subió

[7] Sin embargo, cada uno de nosotros ha recibido su propio don, en la medida que Cristo los ha distribuido. [8] Por eso dice la Escritura: Cuando subió a lo alto, llevó consigo a los cautivos y repartió dones a los hombres. [9] Pero si decimos que subió, significa que primero descendió a las regiones inferiores de la tierra. [10] El que descendió es el mismo que subió más allá de los cielos, para colmar todo el universo.

(C.I.C 456) Con el Credo Niceno-Constantinopolitano respondemos confesando: "Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre". (C.I.C 460) El Verbo se encarnó para hacernos "partícipes de la naturaleza divina" (2P 1, 4): "Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios" (San Ireneo, Adversus haereses, 3, 19, 1: PG 7, 939). "Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios" (san Atanasio, Inc., 54, 3). "Unigenitus […] Dei Filius, suae divinitatis volens nos esse participes, naturam nostram assumpsit, ut homines deos faceret factus homo" ("El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos participantes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres") (Santo Tomás de Aquino, Oficio de la festividad del Corpus, Of. De Maitines, primer Nocturno, Lectura 1: Opera omnia, v. 29, p. 336). (C.I.C 665) La ascensión de Jesucristo marca la entrada definitiva de la humanidad de Jesús en el dominio celeste de Dios de donde ha de volver (cf. Hch 1, 11), aunque mientras tanto lo esconde a los ojos de los hombres (cf. Col 3, 3). (C.I.C 666) Jesucristo, Cabeza de la Iglesia, nos precede en el Reino glorioso del Padre para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con El eternamente. (C.I.C 667) Jesucristo, habiendo entrado una vez por todas en el santuario del cielo, intercede sin cesar por nosotros como el mediador que nos asegura permanentemente la efusión del Espíritu Santo.

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