martes, 6 de abril de 2010

Ef 3, 13-16 El Padre de quien procede toda paternidad

(Ef 3, 13-16) El Padre de quien procede toda paternidad

[13] Les pido, por lo tanto, que no se desanimen a causa de las tribulaciones que padezco por ustedes: ¡ellas son su gloria! [14] Por eso doblo mis rodillas delante del Padre, [15] de quien procede toda paternidad en el cielo y en la tierra. [16] Que él se digne fortificarlos por medio de su Espíritu, conforme a la riqueza de su gloria, para que crezca en ustedes el hombre interior.

(C.I.C 239) Al designar a Dios con el nombre de "Padre", el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad transcendente y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad (cf. Is 66,13; Sal 131,2) que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura. El lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres que son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre. Pero esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Conviene recordar, entonces, que Dios transciende la distinción humana de los sexos. No es hombre ni mujer, es Dios. Transciende también la paternidad y la maternidad humanas (cf. Sal 27,10), aunque sea su origen y medida (cf. Ef 3,14; Is 49,15): Nadie es padre como lo es Dios. (C.I.C 2214) La paternidad divina es la fuente de la paternidad humana (Cf. Ef 3, 14); es el fundamento del honor debido a los padres. El respeto de los hijos, menores o mayores de edad, hacia su padre y hacia su madre (Cf. Pr 1, 8; Tb 4, 3-4), se nutre del afecto natural nacido del vínculo que los une. Es exigido por el precepto divino (Cf. Ex 20, 12). (C.I.C 1995) El Espíritu Santo es el maestro interior. Haciendo nacer al ‘hombre interior’ (Rm 7, 22 ; Ef 3, 16), la justificación implica la santificación de todo el ser: “Si en otros tiempos ofrecisteis vuestros miembros como esclavos a la impureza y al desorden hasta desordenaros, ofrecedlos igualmente ahora a la justicia para la santidad [...] al presente, libres del pecado y esclavos de Dios, fructificáis para la santidad; y el fin, la vida eterna (Rm 6, 19. 22).

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