lunes, 12 de abril de 2010

Ef 4, 11-16 La edificación del Cuerpo de Cristo

(Ef 4, 11-16) La edificación del Cuerpo de Cristo

[11] Él comunicó a unos el don de ser apóstoles, a otros profetas, a otros predicadores del Evangelio, a otros pastores o maestros. [12] Así organizó a los santos para la obra del ministerio, en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo, [13] hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto y a la madurez que corresponde a la plenitud de Cristo. [14] Así dejaremos de ser niños, sacudidos por las olas y arrastrados por el viento de cualquier doctrina, a merced de la malicia de los hombres y de su astucia para enseñar el error. [15] Por el contrario, viviendo en la verdad y en el amor, crezcamos plenamente, unidos a Cristo. Él es la Cabeza, [16] y de él, todo el Cuerpo recibe unidad y cohesión, gracias a los ligamentos que lo vivifican y a la actividad propia de cada uno de los miembros. Así el Cuerpo crece y se edifica en el amor.

(C.I.C 1575) Fue Cristo quien eligió a los Apóstoles y les hizo partícipes de su misión y su autoridad. Elevado a la derecha del Padre, no abandona a su rebaño, sino que lo guarda por medio de los Apóstoles bajo su constante protección y lo dirige también mediante estos mismos pastores que continúan hoy su obra (Prefacio de Apóstoles I: Misal Romano). Por tanto, es Cristo "quien da" a unos el ser Apóstoles, a otros pastores (cf. Ef 4,11). Sigue actuando por medio de los obispos (Lumen gentium, 21). (C.I.C 794) Él provee a nuestro crecimiento (cf. Col 2, 19): Para hacernos crecer hacia él, nuestra Cabeza (cf. Ef 4, 11-16), Cristo distribuye en su cuerpo, la Iglesia, los dones y los servicios mediante los cuales nos ayudamos mutuamente en el camino de la salvación. (C.I.C 2045) Los cristianos, por ser miembros del Cuerpo, cuya Cabeza es Cristo (Cf. Ef 1, 22), contribuyen a la edificación de la Iglesia mediante la constancia de sus convicciones y de sus costumbres. La Iglesia aumenta, crece y se desarrolla por la santidad de sus fieles (Cf. Lumen gentium, 39), ‘hasta que lleguemos al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud en Cristo’ (Ef 4, 13).

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