viernes, 24 de abril de 2009

Hch 18, 5-6 Se dedicó por entero a la predicación

(Hch 18, 5-6) Se dedicó por entero a la predicación
[5] Cuando Silas y Timoteo llegaron de Macedonia, Pablo se dedicó por entero a la predicación de la Palabra, dando testimonio a los judíos de que Jesús es el Mesías. [6] Pero como ellos lo contradecían y lo injuriaban, sacudió su manto en señal de protesta, diciendo: «Que la sangre de ustedes caiga sobre sus cabezas. Yo soy inocente de eso; en adelante me dedicaré a los paganos».
(C.I.C 893) El obispo "es el administrador de la gracia del sumo sacerdocio" (Lumen gentium, 26), en particular en la Eucaristía que él mismo ofrece, o cuya oblación asegura por medio de los presbíteros, sus colaboradores. Porque la Eucaristía es el centro de la vida de la Iglesia particular. El obispo y los presbíteros santifican la Iglesia con su oración y su trabajo, por medio del ministerio de la palabra y de los sacramentos. La santifican con su ejemplo, "no tiranizando a los que os ha tocado cuidar, sino siendo modelos de la grey" (1P 5, 3). Así es como llegan "a la vida eterna junto con el rebaño que les fue confiado"(Lumen gentium, 26). (C.I.C 597) Teniendo en cuenta la complejidad histórica manifestada en las narraciones evangélicas sobre el proceso de Jesús y sea cual sea el pecado personal de los protagonistas del proceso (Judas, el Sanedrín, Pilato) lo cual sólo Dios conoce, no se puede atribuir la responsabilidad del proceso al conjunto de los judíos de Jerusalén, a pesar de los gritos de una muchedumbre manipulada (Cf. Mc 15, 11) y de las acusaciones colectivas contenidas en las exhortaciones a la conversión después de Pentecostés (cf. Hch 2, 23. 36; 3, 13-14; 4, 10; 5, 30; 7, 52; 10, 39; 13, 27-28; 1Ts 2, 14-15). El mismo Jesús perdonando en la Cruz (cf. Lc 23, 34) y Pedro siguiendo su ejemplo apelan a "la ignorancia" (cf. Hch 3, 17) de los judíos de Jerusalén e incluso de sus jefes. Menos todavia se podría ampliar esta responsabilidad a los restantes judíos en el tiempo y en el espacio, apoyándose en el grito del pueblo: "¡Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!" (Mt 27, 25), que equivale a una fórmula de ratificación (cf. Hch 5, 28; 18, 6): Tanto es así que la Iglesia ha declarado en el Concilio Vaticano II: "Lo que se perpetró en su pasión no puede ser imputado indistintamente a todos los judíos que vivían entonces ni a los judíos de ho [...] No se ha de señalar a los judíos como reprobados por Dios y malditos como si tal cosa se dedujera de la Sagrada Escritura" (Nostra aetate, 4).

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