viernes, 30 de octubre de 2009

1Co 14, 13-17 Orar con el espíritu y con la inteligencia

(1Co 14, 13-17) Orar con el espíritu y con la inteligencia

[13] Por esta razón, el que habla un lenguaje incomprensible debe orar pidiendo el don de interpretarlo. [14] Porque si oro en un lenguaje incomprensible, mi espíritu ora, pero mi inteligencia no saca ningún provecho. [15] ¿Qué debo hacer entonces? Orar con el espíritu y también con la inteligencia, cantar himnos con el espíritu y también con la inteligencia. [16] Si bendices a Dios solamente con el espíritu, ¿cómo podrá el no iniciado decir «Amén» a tu acción de gracias, ya que no entiende lo que estás diciendo? [17] Sin duda, tu acción de gracias es excelente, pero eso no sirve de edificación para el otro.

(C.I.C 1831) Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David (Cf... Is 11, 1-2). Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas. “Tu espíritu bueno me guíe por una tierra llana” (Sal 143,10). “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios [...] Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo” (Rm 8,14.17). (C.I.C 1832) Los frutos del Espíritu son perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: ‘caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad’ (Ga 5,22-23, vulg.). (C.I.C 2002) La libre iniciativa de Dios exige la respuesta libre del hombre, porque Dios creó al hombre a su imagen concediéndole, con la libertad, el poder de conocerle y amarle. El alma sólo libremente entra en la comunión del amor. Dios toca inmediatamente y mueve directamente el corazón del hombre. Puso en el hombre una aspiración a la verdad y al bien que sólo Él puede colmar. Las promesas de la ‘vida eterna’ responden, por encima de toda esperanza, a esta aspiración: “Si tú descansaste el día séptimo, al término de todas tus obras muy buenas, fue para decirnos por la voz de tu libro que al término de nuestras obras, ‘que son muy buenas’ por el hecho de que eres tú quien nos las ha dado, también nosotros en el sábado de la vida eterna descansaremos en ti”. (San Agustín, Confessiones, 13, 36, 51: PL 32, 868).

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