miércoles, 14 de enero de 2009
Jn 16, 9-15 Todo lo que es del Padre es mío
(Jn 16, 9-15) Todo lo que es del Padre es mío
[9] El pecado está en no haber creído en mí. [10] La justicia, en que yo me voy al Padre y ustedes ya no me verán. [11] Y el juicio, en que el Príncipe de este mundo ya ha sido condenado. [12] Todavía tengo muchas cosas que decirles, pero ustedes no las pueden comprender ahora. [13] Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo. [14] Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes. [15] Todo lo que es del Padre es mío. Por eso les digo: “Recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes”.
(C.I.C 388) Con el desarrollo de la Revelación se va iluminando también la realidad del pecado. Aunque el Pueblo de Dios del Antiguo Testamento conoció de alguna manera la condición humana a la luz de la historia de la caída narrada en el Génesis, no podía alcanzar el significado último de esta historia que sólo se manifiesta a la luz de la Muerte y de la Resurrección de Jesucristo (cf. Rm 5,12-21). Es preciso conocer a Cristo como fuente de la gracia para conocer a Adán como fuente del pecado. El Espíritu-Paráclito, enviado por Cristo resucitado, es quien vino "a convencer al mundo en lo referente al pecado" (Jn 16,8) revelando al que es su Redentor. (C.I.C 243) Antes de su Pascua, Jesús anuncia el envío de "otro Paráclito" (Defensor), el Espíritu Santo. Este, que actuó ya en la Creación (cf. Gn 1,2) y "por los profetas" (Símbolo Niceno-Constantinopolitano: DS 150), estará ahora junto a los discípul os y en ellos (cf. Jn 14,17), para enseñarles (cf. Jn 14,16) y conducirlos "hasta la verdad completa" (Jn 16,13). El Espíritu Santo es revelado así como otra persona divina con relación a Jesús y al Padre. (C.I.C 2679) María es la orante perfecta, figura de la Iglesia. Cuando le rezamos, nos adherimos con ella al designio del Padre, que envía a su Hijo para salvar a todos los hombres. Como el discípulo amado, acogemos en nuestra intimidad (cf. Jn 19, 27) a la madre de Jesús, hecha madre de todos los vivientes. Podemos orar con ella y orarle a ella. La oración de la Iglesia está como apoyada en la oración de María. Y con ella está unida en la esperanza (cf. Lumen gentium, 68-69).
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