sábado, 26 de marzo de 2011

Hb 7, 24 No se le quitará el sacerdocio

(Hb 7, 24) No se le quitará el sacerdocio

[24] Jesús, en cambio, permanece para siempre y no se le quitará el sacerdocio.

(C.I.C 1356) Si los cristianos celebramos la Eucaristía desde los orígenes, y de forma que, en su substancia, no ha cambiado a través de la gran diversidad de épocas y de liturgias, es porque nos sabemos sujetos al mandato del Señor, dado la víspera de su pasión: "Haced esto en memoria mía" (1Co 11,24-25). (C.I.C 1357) Cumplimos este mandato del Señor celebrando el memorial de su sacrificio. Al hacerlo, ofrecemos al Padre lo que Él mismo nos ha dado: los dones de su Creación, el pan y el vino, convertidos por el poder del Espíritu Santo y las palabras de Cristo, en el Cuerpo y la Sangre del mismo Cristo: así Cristo se hace real y misteriosamente presente. (C.I.C 1358) Por tanto, debemos considerar la Eucaristía — como acción de gracias y alabanza al Padre — como memorial del sacrificio de Cristo y de su Cuerpo, — como presencia de Cristo por el poder de su Palabra y de su Espíritu. (C.I.C 1366) La Eucaristía es, pues, un sacrificio porque representa (= hace presente) el sacrificio de la cruz, porque es su memorial y aplica su fruto: “(Cristo), nuestro Dios y Señor […] se ofreció a Dios Padre […] una vez por todas, muriendo como intercesor sobre el altar de la cruz, a fin de realizar para ellos (los hombres) la redención eterna. Sin embargo, como su muerte no debía poner fin a su sacerdocio (Hb 7,24.27), en la última Cena, ‘la noche en que fue entregado’ (1Co 11,23), dejó a la Iglesia, su esposa amada, un sacrificio visible (como lo reclama la naturaleza humana), donde se representara el sacrificio sangriento que iba a realizarse una única vez en la cruz cuya memoria se perpetuara hasta el fin de los siglos y cuya virtud saludable se aplicaría a la redención de los pecados que cometemos cada día” (Concilio de Trento: DS 1740).

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