(Hb 5, 4-6) Debe ser llamado por Dios
[4] Nadie se apropia esta dignidad, sino que debe ser llamado por Dios, como lo fue Aarón. [5] Y tampoco Cristo se atribuyó la dignidad de sumo sacerdote, sino que se la otorgó aquel que dice: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. [6] Y en otro lugar se dijo: Tú eres sacerdote para siempre a semejanza de Melquisedec.
(C.I.C 1584) Puesto que en último término es Cristo quien actúa y realiza la salvación a través del ministro ordenado, la indignidad de éste no impide a Cristo actuar (cf. Concilio de Trento: DS 1612; 1154). San Agustín lo dice con firmeza: “En cuanto al ministro orgulloso, hay que colocarlo con el diablo. Sin embargo, el don de Cristo no por ello es profanado: lo que llega a través de él conserva su pureza, lo que pasa por él permanece limpio y llega a la tierra fértil […] En efecto, la virtud espiritual del sacramento es semejante a la luz: los que deben ser iluminados la reciben en su pureza y, si atraviesa seres manchados, no se mancha” (San Agustín, In Iohannis evangelium tractatus 5, 15: pl 35, 1422). (C.I.C 1586) Para el obispo, es en primer lugar una gracia de fortaleza ("El Espíritu de soberanía": Pontifical Romano, Ordenación de obispo. Oración de la ordenación, 47): la de guiar y defender con fuerza y prudencia a su Iglesia como padre y pastor, con amor gratuito para todos y con predilección por los pobres, los enfermos y los necesitados (cf. Christus Dominus, 13 y 16). Esta gracia le impulsa a anunciar el evangelio a todos, a ser el modelo de su rebaño, a precederlo en el camino de la santificación identificándose en la Eucaristía con Cristo Sacerdote y Víctima, sin miedo a dar la vida por sus ovejas: “Concede, Padre que conoces los corazones, a tu siervo que has elegido para el episcopado, que apaciente tu santo rebaño y que ejerza ante ti el supremo sacerdocio sin reproche sirviéndote noche y día; que haga sin cesar propicio tu rostro y que ofrezca los dones de tu santa Iglesia, que en virtud del espíritu del supremo sacerdocio tenga poder de perdonar los pecados según tu mandamiento, que distribuya las tareas siguiendo tu orden y que desate de toda atadura en virtud del poder que tú diste a los apóstoles; que te agrade por su dulzura y su corazón puro, ofreciéndote un perfume agradable por tu Hijo Jesucristo” (San Hipólito Romano, Traditio apostolica, 3).
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