domingo, 14 de noviembre de 2010

2Tm 1, 9-11 Destruyó la muerte e hizo brillar la vida

(2Tm 1, 9-11) Destruyó la muerte e hizo brillar la vida

[9] Él nos salvó y nos eligió con su santo llamado, no por nuestras obras, sino por su propia iniciativa y por la gracia: esa gracia que nos concedió en Cristo Jesús, desde toda la eternidad, [10] y que ahora se ha revelado en la Manifestación de nuestro Salvador Jesucristo. Porque él destruyó la muerte e hizo brillar la vida incorruptible, mediante la Buena Noticia, [11] de la cual he sido constituido heraldo, Apóstol y maestro.

(C.I.C 1052) "Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en la gracia de Cristo [...] constituyen el Pueblo de Dios después de la muerte, la cual será destruida totalmente el día de la Resurrección, en el que estas almas se unirán con sus cuerpos" (Credo del Pueblo de Dios, 28). (C.I.C 1053) "Creemos que la multitud de aquellas almas que con Jesús y María se congregan en el paraíso, forma la Iglesia celestial, donde ellas, gozando de la bienaventuranza eterna, ven a Dios como Él es, y participan también, ciertamente en grado y modo diverso, juntamente con los santos ángeles, en el gobierno divino de las cosas, que ejerce Cristo glorificado, como quiera que interceden por nosotros y con su fraterna solicitud ayudan grandemente a nuestra flaqueza" (Credo del Pueblo de Dios, 29). (C.I.C 1054) Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su salvación eterna, sufren una purificación después de su muerte, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en el gozo de Dios. (C.I.C 1055) En virtud de la "comunión de los santos", la Iglesia encomienda los difuntos a la misericordia de Dios y ofrece sufragios en su favor, en particular el santo sacrificio eucarístico. (C.I.C 1056) Siguiendo las enseñanzas de Cristo, la Iglesia advierte a los fieles de la "triste y lamentable realidad de la muerte eterna" (Cf. Directorio general de pastoral catequética, 69), llamada también "infierno". (C.I.C 1057) La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien solamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las cuales ha sido creado y a las cuales aspira. (C.I.C 1058) La Iglesia ruega para que nadie se pierda: "Jamás permitas […] Señor, que me separe de ti" (Oración antes de la Comunión, 132: Misal Romano) Si bien es verdad que nadie puede salvarse a sí mismo, también es cierto que "Dios quiere que todos los hombres se salven" (1Tm 2, 4) y que para El "todo es posible" (Mt 19, 26).

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