sábado, 15 de octubre de 2011

1Jn 1, 8-10 Es fiel y justo para perdonarnos

(1Jn 1, 8-10) Es fiel y justo para perdonarnos

[8] Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. [9] Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonarnos y purificarnos de toda maldad. [10] Si decimos que no hemos pecado, lo hacemos pasar por mentiroso, y su palabra no está en nosotros.

(C.I.C 1425) "Habéis sido lavados […], habéis sido santificados, […] habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios" (1Co 6,11). Es preciso darse cuenta de la grandeza del don de Dios que se nos hace en los sacramentos de la iniciación cristiana para comprender hasta qué punto el pecado es algo que no cabe en aquél que "se ha revestido de Cristo" (Ga 3,27). Pero el apóstol San Juan dice también: "Si decimos: ‘no tenemos pecado’, nos engañamos y la verdad no está en nosotros" (1Jn 1,8). Y el Señor mismo nos enseñó a orar: "Perdona nuestras ofensas" (Lc 11,4), uniendo el perdón mutuo de nuestras ofensas al perdón que Dios concederá a nuestros pecados. (C.I.C 1847) Dios “que te ha creado sin ti, no te salvará sin ti” (San Agustín, Sermo 169, 11, 13: PL 38, 923). La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. ‘Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia’ (1Jn 1,8-9). (C.I.C 827) "Mientras que Cristo, santo, inocente, sin mancha, no conoció el pecado, sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo, la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación y busca sin cesar la conversión y la renovación" (Lumen gentium, 8; cf. Unitatis redintegratio, 3; 6). Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse pecadores (cf. 1Jn 1, 8-10). En todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada con la buena semilla del Evangelio hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 13, 24-30). La Iglesia, pues, congrega a pecadores alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero aún en vías de santificación: La Iglesia “es, pues, santa aunque abarque en su seno pecadores; porque ella no goza de otra vida que de la vida de la gracia; sus miembros, ciertamente, si se alimentan de esta vida se santifican; si se apartan de ella, contraen pecados y manchas del alma, que impiden que la santidad de ella se difunda radiante. Por lo que se aflige y hace penitencia por aquellos pecados, teniendo poder de librar de ellos a sus hijos por la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 19).

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