jueves, 4 de agosto de 2011

1Pd 2, 11 No cedan a los deseos carnales

(1Pd 2, 11) No cedan a los deseos carnales

[11] Queridos míos, yo los exhorto, como a gente de paso y extranjeros: no cedan a los deseos carnales que combaten contra el alma.

(C.I.C 1606) Todo hombre, tanto en su entorno como en su propio corazón, vive la experiencia del mal. Esta experiencia se hace sentir también en las relaciones entre el hombre y la mujer. En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura. Este desorden puede manifestarse de manera más o menos aguda, y puede ser más o menos superado, según las culturas, las épocas, los individuos, pero siempre aparece como algo de carácter universal. (C.I.C 1607) Según la fe, este desorden que constatamos dolorosamente, no se origina en la naturaleza del hombre y de la mujer, ni en la naturaleza de sus relaciones, sino en el pecado. El primer pecado, ruptura con Dios, tiene como consecuencia primera la ruptura de la comunión original entre el hombre y la mujer. Sus relaciones quedan distorsionadas por agravios recíprocos (cf. Gn 3,12); su atractivo mutuo, don propio del creador (cf. Gn 2,22), se cambia en relaciones de dominio y de concupiscencia (cf. Gn 3,16); la hermosa vocación del hombre y de la mujer de ser fecundos, de multiplicarse y someter la tierra (cf. Gn 1,28) queda sometida a los dolores del parto y los esfuerzos de ganar el pan (cf. Gn 3,16-19). (C.I.C 1608) Sin embargo, el orden de la Creación subsiste aunque gravemente perturbado. Para sanar las heridas del pecado, el hombre y la mujer necesitan la ayuda de la gracia que Dios, en su misericordia infinita, jamás les ha negado (cf. Gn 3,21). Sin esta ayuda, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a la cual Dios los creó "al comienzo". (C.I.C 1621) En el rito latino, la celebración del matrimonio entre dos fieles católicos tiene lugar ordinariamente dentro de la Santa Misa, en virtud del vínculo que tienen todos los sacramentos con el Misterio Pascual de Cristo (cf. Sacrosanctum Concilium, 61). En la Eucaristía se realiza el memorial de la Nueva Alianza, en la que Cristo se unió para siempre a la Iglesia, su esposa amada por la que se entregó (cf. Lumen gentium, 6). Es, pues, conveniente que los esposos sellen su consentimiento en darse el uno al otro mediante la ofrenda de sus propias vidas, uniéndose a la ofrenda de Cristo por su Iglesia, hecha presente en el sacrificio eucarístico, y recibiendo la Eucaristía, para que, comulgando en el mismo Cuerpo y en la misma Sangre de Cristo, "formen un solo cuerpo" en Cristo (cf. 1Co 10,17). (C.I.C 1622) "En cuanto gesto sacramental de santificación, la celebración del matrimonio [...] debe ser por sí misma válida, digna y fructuosa" (Familiaris Consortio, 67). Por tanto, conviene que los futuros esposos se dispongan a la celebración de su matrimonio recibiendo el sacramento de la Penitencia.

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