sábado, 13 de febrero de 2010

Ga 2, 17-19 He muerto a la Ley a fin de vivir para Dios

(Ga 2, 17-19) He muerto a la Ley a fin de vivir para Dios

[17] Ahora bien, si al buscar nuestra justificación en Cristo, resulta que también nosotros somos pecadores, entonces Cristo está al servicio del pecado. Esto no puede ser, [18] porque si me pongo a reconstruir lo que he destruido, me declaro a mí mismo transgresor de la Ley. [19] Pero en virtud de la Ley, he muerto a la Ley, a fin de vivir para Dios. Yo estoy crucificado con Cristo,

(C.I.C 2666) Pero el Nombre que todo lo contiene es aquel que el Hijo de Dios recibe en su encarnación: JESÚS. El nombre divino es inefable para los labios humanos (cf. Ex 3, 14; 33, 19-23), pero el Verbo de Dios, al asumir nuestra humanidad, nos lo entrega y nosotros podemos invocarlo: "Jesús", "YHVH salva" (cf. Mt 1, 21). El Nombre de Jesús contiene todo: Dios y el hombre y toda la Economía de la creación y de la salvación. Decir "Jesús" es invocarlo desde nuestro propio corazón. Su Nombre es el único que contiene la presencia que significa. Jesús es el resucitado, y cualquiera que invoque su Nombre acoge al Hijo de Dios que le amó y se entregó por él (cf. Rm 10, 13; Hch 2, 21; 3, 15-16; Ga 2, 20). (C.I.C 1380) Es grandemente admirable que Cristo haya querido hacerse presente en su Iglesia de esta singular manera. Puesto que Cristo iba a dejar a los suyos bajo su forma visible, quiso darnos su presencia sacramental; puesto que iba a ofrecerse en la cruz por muestra salvación, quiso que tuviéramos el memorial del amor con que nos había amado "hasta el fin" (Jn 13,1), hasta el don de su vida. En efecto, en su presencia eucarística permanece misteriosamente en medio de nosotros como quien nos amó y se entregó por nosotros (cf. Ga 2,20), y se queda bajo los signos que expresan y comunican este amor: “La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración”. (Juan Pablo II, Dominicae Cenae, 3).

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