jueves, 24 de diciembre de 2009

2Co 4, 16-18 Lo que no se ve es eterno

(2Co 4, 16-18) Lo que no se ve es eterno

[16] Por eso, no nos desanimamos: aunque nuestro hombre exterior se vaya destruyendo, nuestro hombre interior se va renovando día a día. [17] Nuestra angustia, que es leve y pasajera, nos prepara una gloria eterna, que supera toda medida. [18] Porque no tenemos puesta la mirada en las cosas visibles, sino en las invisibles: lo que se ve es transitorio, lo que no se ve es eterno.

(C.I.C 18) Este catecismo está concebido como una exposición orgánica de toda la fe católica. Es preciso, por tanto, leerlo como una unidad. Por ello en los márgenes del texto se remite al lector frequentemente a otros lugares (señalados con numerosas referencias que se refieren a su vez a otros párrafos que tratan del mismo tema) y, con la ayuda del índice analítico al final del volumen, se permite ver cada tema en su vinculación con el conjunto de la fe. (C.I.C 42) Dios transciende toda criatura. Es preciso, pues, purificar sin cesar nuestro lenguaje de todo lo que tiene de limitado, de expresión por medio de imágenes, de imperfecto, para no confundir al Dios “que está por encima de todo nombre y de todo entendimiento, el invisible y fuera de todo alcance” (Liturgia bizantina. Anáfora de San Juan Crisóstomo: PG 63, 915) con nuestras representaciones humanas. Nuestras palabras humanas quedan siempre más acá del Misterio de Dios. (C.I.C 50) Mediante la razón natural, el hombre puede conocer a Dios con certeza a partir de sus obras. Pero existe otro orden de conocimiento que el hombre no puede de ningún modo alcanzar por sus propias fuerzas, el de la Revelación divina (cf. Concilio Vaticano I: DS 3015). Por una decisión enteramente libre, Dios se revela y se da al hombre. Lo hace revelando su misterio, su designio benevolente que estableció desde la eternidad en Cristo en favor de todos los hombres. Revela plenamente su designio enviando a su Hijo amado, nuestro Señor Jesucristo, y al Espíritu Santo. (C.I.C 260) El fin último de toda la economía divina es la entrada de las criaturas en la unidad perfecta de la Bienaventurada Trinidad (cf. Jn 17,21-23). Pero desde ahora somos llamados a ser habitados por la Santísima Trinidad: "Si alguno me ama -dice el Señor - guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él" (Jn 14,23). “Dios mío, Trinidad que adoro, ayúdame a olvidarme enteramente de mí misma para establecerme en ti, inmóvil y apacible como si mi alma estuviera ya en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de ti, mi inmutable, sino que cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de tu Misterio. Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu reposo. Que yo no te deje jamás solo en ella, sino que yo esté allí enteramente, totalmente despierta en mi fe, en adoración, entregada sin reservas a tu acción creadora (Beata Isabel de la Trinidad, Élévation a la Trinité: Ecrits spirituels, 50).

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