(Ap 11, 3-6) Mis dos testigos que profeticen
[3] Pero yo encargaré a mis dos testigos que profeticen durante mil doscientos sesenta días, vestidos con hábitos de penitencia. [4] Estos dos testigos son los dos olivos y los dos candelabros que están delante del Señor de la tierra. [5] Si alguien quiere hacerles daño, saldrá un fuego de su boca que consumirá a sus enemigos: así perecerá el que se atreva a dañarlos. [6] Ellos tienen el poder de cerrar el cielo para impedir que llueva durante los días de su misión profética; y también, tienen poder para cambiar las aguas en sangre y para herir la tierra con toda clase de plagas, todas las veces que quieran.
(C.I.C 2584) A solas con Dios, los profetas extraen luz y fuerza para su misión. Su oración no es una huida del mundo infiel, sino una escucha de la palabra de Dios, es, a veces un debatirse o una queja, y siempre una intercesión que espera y prepara la intervención del Dios salvador, Señor de la historia (cf. Am 7, 2. 5; Is 6, 5. 8. 11; Jr 1, 6; 15, 15-18; 20, 7-18). (C.I.C 2595) Los profetas llaman a la conversión del corazón y, al buscar ardientemente el rostro de Dios, como hizo Elías, interceden por el pueblo. (C.I.C 2582) Elías es el padre de los profetas, de la raza de los que buscan a Dios, los que van tras su rostro (Sal 24, 6). Su nombre, "El Señor es mi Dios", anuncia el grito del pueblo en respuesta a su oración sobre el Monte Carmelo (cf. 1R 18, 39). Santiago nos remite a él para incitarnos a orar: "La oración ferviente del justo tiene mucho poder" (St 5, 16-18).
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