jueves, 2 de febrero de 2012

Ap 12, 4b-6 El hijo fue elevado hasta Dios y su trono

(Ap 12, 4b-6) El hijo fue elevado hasta Dios y su trono

[4b] El Dragón se puso delante de la Mujer que iba a dar a luz, para devorar a su hijo en cuanto naciera. [5] La Mujer tuvo un hijo varón que debía regir a todas las naciones con un cetro de hierro. Pero el hijo fue elevado hasta Dios y hasta su trono, [6] y la Mujer huyó al desierto, donde Dios le había preparado un refugio para que allí fuera alimentada durante mil doscientos sesenta días.

(C.I.C 488) "Dios envió a su Hijo" (Ga 4, 4), pero para "formarle un cuerpo" (cf. Hb 10, 5) quiso la libre cooperación de una criatura. Para eso desde toda la eternidad, Dios escogió para ser la Madre de su Hijo, a una hija de Israel, una joven judía de Nazaret en Galilea, a "una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María" (Lc 1, 26-27): “El Padre de las misericordias quiso que el consentimiento de la que estaba predestinada a ser la Madre precediera a la Encarnación para que, así como una mujer contribuyó a la muerte, así también otra mujer contribuyera a la vida” (Lumen gentium, 56; 61). (C.I.C 490) Para ser la Madre del Salvador, María fue "dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante" (Lumen gentium, 56). El ángel Gabriel en el momento de la anunciación la saluda como "llena de gracia" (Lc 1, 28). En efecto, para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese totalmente conducida por la gracia de Dios. (C.I.C 491) A lo largo de los siglos, la Iglesia ha tomado conciencia de que María "llena de gracia" por Dios (Cf. Lc 1, 28) había sido redimida desde su concepción. Es lo que confiesa el dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado en 1854 por el Papa Pío IX: “... la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda la mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano” (Pío IX, Bulla Ineffabilis Deus: DS 2803). (C.I.C 492) Esta "resplandeciente santidad del todo singular" de la que ella fue "enriquecida desde el primer instante de su concepción" (Lumen gentium, 56), le viene toda entera de Cristo: ella es "redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo" (Lumen gentium, 53). El Padre la ha "bendecido […] con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo" (Ef 1, 3) más que a ninguna otra persona creada. Él la ha “elegido en él antes de la creación del mundo para ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor” (cf. Ef 1, 4).

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