(Ap 1, 12-16) Su rostro era como el sol cuando brilla
[12] Me di vuelta para ver de quién era esa voz que me hablaba, y vi siete candelabros de oro, [13] y en medio de ellos, a alguien semejante a un Hijo de hombre, revestido de una larga túnica que estaba ceñida a su pecho con una faja de oro. [14] Su cabeza y sus cabellos tenían la blancura de la lana y de la nieve; sus ojos parecían llamas de fuego; [15] sus pies, bronce fundido en el crisol; y su voz era como el estruendo de grandes cataratas. [16] En su mano derecha tenía siete estrellas; de su boca salía una espada de doble filo; y su rostro era como el sol cuando brilla con toda su fuerza.
(C.I.C 2519) A los ‘limpios de corazón’ se les promete que verán a Dios cara a cara y que serán semejantes a Él (cf. 1Co 13, 12, 1Jn 3, 2). La pureza de corazón es el preámbulo de la visión. Ya desde ahora esta pureza nos concede ver según Dios, recibir al otro como un ‘prójimo’; nos permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza divina. (C.I.C 2531) La pureza del corazón nos alcanzará el ver a Dios: nos da desde ahora la capacidad de ver según Dios todas las cosas. (C.I.C 748) "Cristo es la luz de los pueblos. Por eso, este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia (Lumen Gentium, 1), anunciando el Evangelio a todas las criaturas". Con estas palabras comienza la "Constitución dogmática sobre la Iglesia" del Concilio Vaticano II. Así, el Concilio muestra que el artículo de la fe sobre la Iglesia depende enteramente de los artículos que se refieren a Cristo Jesús. La Iglesia no tiene otra luz que la de Cristo; ella es, según una imagen predilecta de los Padres de la Iglesia, comparable a la luna cuya luz es reflejo del sol.
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