(Col 3, 22-25) Ustedes sirven a Cristo, el Señor
[22] Esclavos, obedezcan en todo a sus dueños temporales, pero no con una obediencia fingida, como quien trata de agradar a los hombres, sino con sencillez de corazón, por consideración al Señor. [23] Cualquiera sea el trabajo de ustedes, háganlo de todo corazón, teniendo en cuenta que es para el Señor y no para los hombres. [24] Sepan que el Señor los recompensará, haciéndolos sus herederos. Ustedes sirven a Cristo, el Señor: [25] el que obra injustamente recibirá el pago que corresponde, cualquiera sea su condición.
(C.I.C 1929) La justicia social sólo puede ser conseguida sobre la base del respeto de la dignidad trascendente del hombre. La persona representa el fin último de la sociedad, que está ordenada al hombre: “La defensa y la promoción de la dignidad humana ‘nos han sido confiadas por el Creador, y […] de ellas que son rigurosa y responsablemente deudores los hombres y mujeres en cada coyuntura de la historia’ (Sollicitudo rei socialis, 47). (C.I.C 1930) El respeto de la persona humana implica el de los derechos que se derivan de su dignidad de criatura. Estos derechos son anteriores a la sociedad y se imponen a ella. Fundan la legitimidad moral de toda autoridad: menospreciándolos o negándose a reconocerlos en su legislación positiva, una sociedad mina su propia legitimidad moral (cf. Pacem in terris, 61). Sin este respeto, una autoridad sólo puede apoyarse en la fuerza o en la violencia para obtener la obediencia de sus súbditos. Corresponde a la Iglesia recordar estos derechos a los hombres de buena voluntad y distinguirlos de reivindicaciones abusivas o falsas. (C.I.C 1931) El respeto a la persona humana pasa por el respeto del principio: ‘Que cada uno, sin ninguna excepción, debe considerar al prójimo como «otro yo», cuidando, en primer lugar, de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente’ (Gaudium et spes, 27). Ninguna legislación podría por sí misma hacer desaparecer los temores, los prejuicios, las actitudes de soberbia y de egoísmo que obstaculizan el establecimiento de sociedades verdaderamente fraternas. Estos comportamientos sólo cesan con la caridad que ve en cada hombre un ‘prójimo’, un hermano. (C.I.C 2235) Los que ejercen una autoridad deben ejercerla como un servicio. ‘El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro esclavo’ (Mt 20, 26). El ejercicio de una autoridad está moralmente regulado por su origen divino, su naturaleza racional y su objeto específico. Nadie puede ordenar o establecer lo que es contrario a la dignidad de las personas y a la ley natural.